La integración con la
naturaleza es fundamental
para la Cofradía dels
Calçotaires de l´Ebre.
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Nueve meses en dique seco son muchos. Demasiados. Y no he encontrado mejor excusa para el regreso que la que hoy traigo aquí. Tengo que admitir que desde siempre había sido
receloso con el tema de las sociedades secretas. Lo cierto es que nunca me ha
acabado de atraer la idea de pertenecer a una de ellas. Pero desde el mismo
momento de mi bautismo como cófrade, mi parecer es muy distinto. No daré muchos
datos, es obvio, pues el carácter secreto de la sociedad debe permanecer
íntegro y mimarse al máximo. Pero creo que no defraudaré a nadie sólo por citar
su nombre y su ubicación aproximada. Soy miembro fundador de la Cofradía dels
Calçotaires de l´Ebre, que despliega sus actividades en un lugar indeterminado
del término municipal de la ribereña Pinseque.
Humilde como la tierra de la que surge,
el calçot nunca defrauda.
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El nombre puede llevar a equívocos, como el de
pensar en una sociedad de tipo gastronómico o agropecuario. Nada más lejos de
la realidad. El espíritu que guía a los cófrades es eminentemente filosófico en
la acepción más clásica del término. Para husmear en sus orígenes debemos
remontarnos a la antigua Grecia. Concretamente a uno de los momentos más
determinantes de su historia. Cuando al soberbio Apolo le salió un callo de los
que duelen en forma de rival. Al dios clásico, bien parecido, elegante, de
dulces formas y tremendamente individualista se le opuso una divinidad bien
distinta, la de Dionisos. Surgió de la insatisfacción humana ante la perfección
que jamás alcanzaría; de la necesidad de volcar sus miedos, deseos pecaminosos
y cargos de conciencia y de vomitar sus aislados y solitarios egos en un alma
colectiva que liberara al ser humano de sus cadenas. El escenario que nuestros
hermanos griegos encontraron para hacerlo fue el teatro, concretamente en el
mundo de la tragedia. La gente acudía a las representaciones con una
predisposición muy distinta a la actual. No eran meros espectadores.
Participaban en las obras de manera activa mientras los personajes enmascarados
representaban las escenas donde se veían expuestos todos los vicios de la
sociedad. A través de delirios colectivos, a los que ayudaba mucho la ingesta
de alcohol, el público liberaba tensiones mientras atendía al escenario. Las
almas abandonaban su individualidad para volcarse en un espíritu colectivo a
través de una ruta que ha venido a llamarse catarsis.
Entre llamas se transforma
en un príncipe culinario.
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Compartiendo vicios, deseos vergonzosos,
sueños innombrables y ansias de placeres sin límites morales, los ciudadanos
iban expurgando sus almas mientras se encomendaban al dios de la tragedia, el
generoso Dionisos. Tras la representación, el público regresaba a la polis
reconvertido en buen ciudadano, dispuesto para volver a guiarse por la buena
ética ciudadana, y a someterse al dictado y a la voluntad de los severos dioses
del Olimpo. Las almas podían volver a cargarse de insatisfacción hasta que la
siguiente catarsis evitara su destrucción y la de la sociedad civilizada.
Este tipo de válvulas de escape han existido
siempre en todas las civilizaciones que han perdurado en el tiempo. El brujo o
chamán dirigen ceremonias de catarsis donde los individuos se funden en el
colectivo a través de estados alterados de conciencia alcanzados gracias a
drogas y ritmos repetitivos. Los campos de fútbol se abarrotan de muchedumbres
donde desaparecen los individuos y afloran las voluntades ocultas que atosigan
al ser humano. Las orgías lo logran a través de la liberación de toda pulsión
sexual. Las extenuantes sesiones de spinning y cinta de nuestros gimnasios, o
de footing y abdominales en los parques mediante el agotamiento corporal.
Manifestaciones tan paganas como los carnavales, o tan religiosas como las
procesiones de Semana Santa logran un escape similar. Por mi parte, tras varias
experiencias frustradas, no me animo a ninguna de las citadas. Con el tiempo he
encontrado la mía, las calçotadas.
Una xatonada completa
tampoco es un mal castigo.
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Se trata de una simbiosis de comida y bebida
en exceso hasta que el cuerpo alcanza su límite de resistencia física. Pero no
sólo se trata de pegarse un atracón sin sentido. En la Cofradía dels
Calçotaires de l´Ebre hemos perfeccionado el ritual de manera que el efecto de
catarsis sea mayúsculo. Para ello teníamos claro que el ser humano debía
integrarse con la naturaleza. Por ello la ceremonia se realiza al aire libre,
siempre entre árboles, plantas aromáticas y hortalizas. Bañados por el sol de
la mañana, los cófrades recogen la leña que van a utilizar y mientras el Gran
Maestre se encarga del fuego, los feligreses recolectamos los frutos que
comeremos. La tarea no es pesada, pues la labor fuerte se ha realizado durante
los meses anteriores. La cebolla se empeña en buscar la luz hacia arriba, y el
hortelano en enterrarla sucesivas veces para que se estiré en busca del sol.
Cuando llega el mes de febrero ya ha adquirido su madurez y sus particulares
dimensiones. Arrancados de la tierra que les ha encorsetado y engañado los
disponemos en montones divididos por sus distintos calibre. La idea es que
todos los calçots que se hagan a la vez tengan el mismo grosor para que no se
produzcan diferencias de cocción entre ellos.
Las longanizas aportan la glotonería
necesaria en las ceremonias
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Dispuestos en las parrillas y directamente
sobre las llamas purificadoras el calçot se va asando en los propios jugos, que
se desprenden en su corazón y que son retenidos por sus capas exteriores, que
se van chamuscando hasta la carbonización. Para terminar de escalibarse se
disponen en manojos envueltos en papel de periódico y se sellan
impermeabilizándolos entre dos tejas que aíslan los vapores, que continúan
emanando. Todo este proceso físico tiene unas consecuencias químicas en el
producto, y sólo una buena mano es capaz de controlarlo. En la Cofradía tenemos en el
Gran Maestre un experto en la materia. Ay, si lo conociesen en Valls, menuda
millonada nos iba a costar conservarlo. Su dominio es tal que consigue la
deseada caramelización del calçot sin apenas esfuerzo. Tras apretar el alargado
manjar por su base, amb dos dits de la mà
dreta, se li treu la samarreta. Entonces aparecen las capas interiores
desnudas, limpias y con un ligero color tostado, testigo del dulzor que
desprende. Perquè quedi bo del tot amb
salsa s´unta el calçot. Pero no es este el lugar para describir todo el
acompañamiento de los calçots. Hoy me bastará con citar los porrones de vino
garnachero y las botellas heladas de cava, los litros de romesco aligerada, los
embutidos, las patatas y el ternasco asados, el all i oli espeso y profundo,
els peus de porc y la larguísima lista de dulces, para comprender la magnitud
del asunto. Aragonizamos la tradición catalana para lograr esa simbiosis con el
entorno. Sustituimos la butifarra por otros embutidos locales y nos regamos los
gaznates a base de nuestra querida garnacha, aunque lo cierto es que es tan similar
a la uva del Priorat, que no es fácil apreciar la diferencia.
Con el ocaso se termina la lujuria
y volvemos a ser lo que no somos.
(Vista de la sede oficial de la Cofradía)
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Con los elementos rituales preparados comienza
la ceremonia. El cuerpo y la sangre de la tierra se va asimilando a la de los
participantes en forma de calçots y vino tinto. El espíritu colectivo va
adquiriendo una fuerza tremenda conforme se van vertiendo en él los sueños y
deseos ocultos de los individuos. Las almas se van liberando conforme los
estómagos se colman de elixires naturales. La conciencia de uno mismo
desaparece fundiéndose en la de los demás. La sublimación de los instintos se
suspende, la vergüenza se esfuma junto al remordimiento. En el ritual prima lo
comunitario. Las tejas se comparten, los panes se pellizcan por todos, las
salsas y dulces se colocan en los centros, el vino refresca las gargantas desde
varios porrones que rotan de unas manos a otras. Poco a poco el alma libera sus
tensiones almacenadas durante meses. El Gran Maestre, a través de sus manos,
cataliza la energía que desprende la naturaleza para que los asistentes al
ritual puedan absorberla y utilizarla para purificar sus espíritus. Todos los
rincones del alma quedan bien ventilados a través del calçot y del vicio. Tras
la ceremonia, los fieles regresamos puruficados a nuestras vidas, tal y como
expresó el maestro Julio Cortázar. Con
sus palabras dibuja una escena que no define con exactitud. La deja a la
imaginación del lector. A mí me sirve para describir la sensación que me queda
después de cada calçotada, pero interpretaciones hay tantas como rutas hacia la
catarsis.
“Y después de hacer todo lo que hacen, se
levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así
progresivamente van volviendo a ser lo que no son.”
Amor 77,
Julio Cortázar