jueves, 1 de marzo de 2012

Sanguinaccio: un postre a base de sangre y cacao


Sanguinaccio: un postre a base de sangre y cacao
(inspirado por el pintor Luis Egidio Meléndez)

Bodegón con servicio de chocolate
Luis Egidio Meléndez, 1770
Receta de sanguinaccio

Ingredientes:

Medio litro de leche
125 gramos de cacao en polvo
500 gramos de azúcar
Una cucharada de harina de trigo
Medio litro de sangre de cerdo
Una nuez de mantequilla
Una cucharadita de canela
Unas gotas de esencia de vainilla

Presentación moderna


Elaboración:

En primer lugar mezclaremos en un recipiente amplio todos los ingredientes secos: el azúcar, la harina, el cacao en polvo. Por otro lado pasaremos la sangre por un colador bien fino. Iremos añadiendo la leche poco a poco a los ingredientes del bowl evitando que se formen grumos. Seguiremos haciendo lo mismo con la sangre. El resultado debe quedar bastante líquido, así que si fuese necesario añadiremos más leche de la indicada. Para terminar añadiremos la mantequilla, la canela y el azúcar.

Con toda la mezcla bien integrada la llevaremos a ebullición lenta en una olla a fuego bajo. No dejaremos de remover durante la cocción para evitar la coagulación de la sangre. Con diez minutos será suficiente para que espese. Todavía caliente se distribuye la crema dulce en pequeños recipientes individuales y se acompaña de tostadas, bizcocho o cualquier masa más bien seca que empape el sanguinaccio.

Nota para aprensivos:

También es tradicional la versión que sustituye la sangre de cerdo por una tableta de chocolate puro fundida en un vaso de leche, pero no deja de ser la versión moñas del asunto. Allá cada cual con sus autolimitaciones.

Siempre untado


Justificación de la receta:

Que pueda pasar en unas horas de admirar la obra de uno de mis pintores fetiche en el mundo de los bodegones, a plantearme hacer un postre a base de sangre de cerdo y chocolate, es algo que me sorprende hasta a mí. El caso es que el lienzo titulado Bodegón con servicio de chocolate, fechado en 1770, siempre me ha transmitido una sensación de serenidad. Se trata de un cuadro de pequeñas dimensiones que nació de la mano del pintor napolitano de origen asturiano Luis Egidio Meléndez. De ascendencia artística se educó bajo la influencia paterna destacando como pintor de los entonces considerados temas menores, como eran las naturalezas muertas. Su despegue definitivo le llegó cuando regreso a su tierra natal para trabajar bajo la protección del que después sería Carlos IV, que a mitad del siglo reinaba en Nápoles. Pero no es su biografía lo que quiero tratar aquí, sino su especificidad como pintor de bodegones.

El jamón deslumbra desde el cuenco
Las naturalezas muertas pintadas por Meléndez  respetan la tradición de la pintura española del siglo XVII, iniciada por los maestros Juan Sánchez Cotán y Francisco de Zurbarán. Al igual que ellos, Meléndez estudió los efectos de luz, la textura y el color de frutas y verduras, así como de las vasijas de cerámica, vidrio y cobre. La obsesión por representar texturas verosímiles le atrapó desde bien temprano, y la perfección que fue adquiriendo en la búsqueda será muy notable. El tema es presentado físicamente muy cerca del espectador, con un punto de vista bajo, que hace de los objetos verdaderas esculturas monumentales con personalidad propia. Los fondos los representaba con un color neutro, dejando una inquietante y poderosa iluminación que resaltara el volumen de los objetos representados. Así lograba los terciopelos de las frutas, la transparencia en los racimos de uva, los interiores brillantes de la sandía y cientos de texturas de una factura increíble.

Salmón recién salido del mercado
Cada obra pictórica de Meléndez fue confeccionada como una joya de orfebre: los objetos eran colocados con una unidad pero tratados individualmente con un preciosismo supino. Los grandes temas nunca le atrajeron, pero sí las cosas ordinarias y comunes de la vida cotidiana. Injustamente se le ha denominado como el «Chardin español», seguramente por trabajar sobre la misma temática de las naturalezas muertas, pero si somos honestos con el estilo y el tratamiento, nada más lejos de la realidad. Mientras que el francés, en un alarde de ostentación personal es capaz de transmitir sus pensamientos, miedos y sueños en cada uno de los objetos que representa, el napolitano se aleja de ellos paras otorgarles el protagonismo. No nos transmite otras sensaciones que las que emanan de sus modelos. La sensación del tiempo congelado impregna todas sus obras. El tiempo es fugaz y su paleta lo detiene para la eternidad en un punto determinado. Es la magia de la pintura, la victoria frente al fatum trágico que todo lo marchita. No tiene interés en transmitirnos su estado de ánimo. Su timidez y falta de aspiración personal es abrumadora. Trata de salirse del cuadro buscando una objetividad demasiado moderna para su época, poblada por una multitud de enormes egos. Aunque sus biógrafos nos hablan de un artista ligado a poder y la corona (es cierto que siempre trabajo en ese entorno) debemos recordar su situación personal en los años previos a su muerte. Concentrado en su obra, se despreocupa de los temas mundanos y materiales, terminando sus días en la más absoluta indigencia, con dificultad hasta para abastecerse de materiales con los que pintar. Es esa falta de aspiración personal que refleja en su vida la que nos transmite desde sus obras. Parece que no hay autoría. El artista pinta sin perder un instante la perspectiva del público, y abandona la del creador. Jerárquicamente se sitúan en un primer plano los objetos representados (más bien retratados en su singularidad). En una segunda esfera estaría el espectador, pues todo se dispone en una composición profundamente meditada para enfrentar los objetos a las miradas ajenas. Sólo en un tercer nivel podemos ver aparecer rasgos del autor, que se camufla y disuelve en la obra como un dios ausente que crea un mundo y lo abandona a su suerte.

¿Qué decir de ese chuletón?
Investigando sobre la vida y obra del autor, dos referencias llamaron poderosamente la atención: un cuadro y un lugar. El Bodegón con servicio de chocolate me volvió a dejar tan perplejo como la primera vez que lo vi en el Museo del Prado. La calidad técnica en el tratamiento de los distintos materiales es extraordinaria. Los contrastes entre el tratamiento del metal, de la madera, de la cerámica y de los alimentos llaman la atención. Una chocolatera de frío metal nos promete el corazón cálido y cremoso que contiene. Sobre una mesa de rústica y ajada madera, es violento contraste conceptual, nos dispone una lujosa cerámica que espera el chocolate caliente. Los alimentos que rodean el servicio están tratados con tal detallismo que parecen preparados para nuestra merienda tres siglos después. Rugosidad en la dura corteza del pan que promete ligereza en su miga interior, la sequedad lograda en los bizcochos y sobre todo el brillo y firmeza de las galletas de chocolate que se fugan de la rugosidad del papel que los envuelve. Todo son contrastes, como lo es la vida real. Esa de la que escapaba el autor refugiándose en su labor creativa. Las diferencias las dan los matices. Ningún color destaca, ninguna forma se impone, el equilibrio de la vida logra la unidad en el conjunto. Frío y calor, ternura y dureza, riqueza y pobreza, dulce y salado, horizontal y vertical (véase el juego entre el asa de la chocolatera y el bastoncillo mezclador que sobresale de ella). Un mundo reducido a un servicio de merienda. Una obra genial.

Experto en el brillo de la sandía
El lugar al que me lleva este autor es sin duda Nápoles. Ahí nació el hombre y décadas después lo hará el artista. En la búsqueda de alguna excusa gastronómica que ligara a Meléndez con su obra y con su tierra natal descubrí algo que al principio me generó una sensación de repugnancia, pero que poco a poco se me agarrado a las entrañas. No puedo dejarlo pasar, he de probarlo. La solución al enigma se llama sanguinaccio. Tradicionalmente en algunos pueblos de Italia se mezclaba el chocolate con sangre de cerdo procedente de la matanza. Hoy es una receta tradicional napolitana totalmente en desuso pues hace ya una década que se prohibió la venta de sangre por motivos de salud pública y la matanza tradicional sólo se contempla como algo pintoresco en el mundo rural. Relegada a los almanaques y libros de historia, recupero aquí la receta como homenaje a un autor y una obra que todavía tienen mucho que decir por su valor técnico y su concepción moderna del arte.

Lujuriosas ostras y piadosos huevos
Contrastes del mundo en un bodegón







1 comentario:

Comedieta dijo...

He de probarlo, ahora que ya vencí mi repulsión a la sangre cocida y desde hace tiempo descubrí que cocinar salado con chocolate es un placer sensual...¡Gracias por el descubrimiento napaolitano! y por los cuadros y tus palabras. ¡Siempre haces una buena combinación de todas las artes!