Cada día estoy más convencido de que eso que llamamos felicidad y buscamos con ahinco no es otra cosa que la suma de pequeños momentos de placer. Pues ahí va uno de que disfruté este verano. Existe en Londres un parquecito privado que pertenece a los propietarios de unas casas victorianas justo detrás de los poderosos almacenes Harrods. Como la verja está rota desde hace tiempo, es aprovechado por jóvenes, homeless y grupos de colegas para hacer botellón pacífico 24 horas.
Allí nos dirigimos mi sobrino de 10 años y yo, ambos de viaje iniciático de transición a la vida adulta, no sin antes haber cometido un delito pecaminoso. Habíamos arrasado la sección de panadería y bollería de los Harrods. Acumulabamos Scones, cockies y muffins ingleses; croissants, pains aux chocolat y minibaguettes francesas,pretzel y bagels alemanes, pan de olivas y pannetonne italianos y rice cake y natas de Belem portuguesas. Yo iba explicandole la elaboración de cada uno y después los bañábamos en un cubo de queso fresco batido que compramos para la ocasión. El juego era apuntar una puntuación para cada uno en categoría dulce o salada y sacar la media. En dulce ganó destacada la nata de Belem y en salada el pretzel alemán.
Pero, aunque recuerdo cada sabor, lo qu marco aquella mañana entre consumidores de alcohol tempraneros que nos miraban con curiosidad en el parquecillo, fue la reflexión que sobre la globalización me ofreció una mente de diez años limpia de prejuicios. El mundo está mal montado, pero no es tanto por el sistema, sino por quienes lo organizan. Total, como me soltó entre bocado y bocado, la solución a muchos males vendría de saber integrarnos como lo hacían esos bocados, de manera honesta, generosa y solidaria, aunque, eso si, a veces haga falta meter el cuchillo para lograr el placer.
David
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