sábado, 7 de mayo de 2011

Garum a la aragonesa

Garum a la aragonesa

Garum: ese oscuro objeto de deseo romano
Receta de garum

Ingredientes:

Olivas negras de Aragón
Anchoas de L´Escala
Tres dientes de ajo picados
½ Cebolla de Fuentes D.O. troceada extremadamente fina
Aceite de Oliva Virgen Extra D.O. Bajo Aragón



Elaboración:

El procedimiento es sencillísimo. La versión más cansada requiere ir introduciendo los ingredientes en un mortero uno a uno y majarlos. La textura deseada determinará la cantidad de aceite que se deba añadir al final. El procedimiento para vaguetes es todavía más sencillo, sin perder la esencia de la receta. Se introducen todos los ingredientes, reservando el aceite para el final, en una picadora, y se tritura hasta alcanzar la mezcla homogénea. El aceite se incorpora al final en forma de hilillo, mientras seguimos batiendo. Todavía hay una tercera manera que enlaza con el espíritu aun más vago de los romanos, que consiste en sustituir las olivas y la cebolla por un paté de oliva de esos que últimamente están tan de moda por estos lares.

En nuestro caso la intención es que quede una pasta untable en el pan para fabricar unos montaditos, pero se puede alcanzar incluso la textura de salsa con más cantidad de aceite y la incorporación al resultado de un chorrito de vermouth casero o cualquier otro vino aromático.


Nota de cata: En nuestro caso creemos que necesitamos algo de fuerza para que la pasta sabrosa no se apodere del caldo, por ello nos hemos reservado un Rubesco, Rosso di Torgiano, de la familia Lungarotti. Ay, estos italianos están aprendiendo a hacer vinos de calidad, debemos tener cuidado y hacer las cosas bien o se nos comerán el terreno. Lo justo es justo, y este vino es una delicia.


Referencia histórica del gallum: Los idasdecocina supimos de la existencia de este producto en una de nuestras habituales visitas a la playita de Bolonia, en la provincia de Cadiz, camino a Tarifa. Solíamos acudir allí por ser el mejor sitio para trajinarse un buen atún rojo con los pies en la arena de la playa. Junto al chiringuito de marras, estaban las ruinas de la que fue mayor fábrica y almacén de garum de todo el Mare Nostrum. Como ya no consumimos el atún rojo por motivos ecológicos (no hay nada como la información para la toma de conciencia), nuestro recuerdo a aquel rincón se queda en el garum.

Pero para hablar de este producto, ninguna referencia es mejor que la de De Re Coquinaria que aquí enlazamos para quien guste saber más del asunto: http://derecoquinaria-sagunt.blogspot.com/2006/07/recetas-de-garum.html

Ruinas de Bolonia: almacenes de Garum
Yo maté a Donald

Aquel plan no tenía fisuras, pensaba Abdulá mientras ponía el cazo de leche a calentar sobre el fuego. De hecho, todo en su vida se había desarrollado según lo programado en alguno de sus planes. Era difícil para un joven saharaui dejar que la suerte dirigiera su destino. Desde pequeño aprendió a plantearse objetivos reales que fue cumpliendo uno tras otro hasta llegar donde estaba. Terminar la primaria en los campamentos argelinos como alumno destacado fue una de sus primeras metas. Mirando como comenzaba a burbujear la leche formando una capa de nata en la superficie, se vio ordeñando las dos cabras que criaban en la jaima. Recitaba las tablas de multiplicar a cada apretón de las ubres. Resultaba un niño extraño para todos, pues sustituía los juegos infantiles por otras ocupaciones que extrañaban a propios y a extraños. Pasaba Abdulá largas tardes sentado cerca del grupo de hombres que se reunía en torno a una mesa de té, escuchando sus conversaciones sobre tiempos pasados y esperanzas futuras. Así fue como aprendió a esquivar desde niño los envites del presente. Con los años se dio cuenta de que aquellas conversaciones siempre terminaban en nada y que no podían aportarle nada nuevo a su carácter, así que cada vez con más frecuencia fue sustituyendo las horas de menta y azúcar por otras mucho más placenteras. Sin alejarse mucho de la colorida melfa de su madre, se introdujo discretamente y de manera gradual en el lugar donde verdaderamente aprendió a conocerse a sí mismo: la cocina. Desde por la mañana las cocinas saharauis tenían una vida ajetreada y divertida. Frente al ritmo lento y monótono de las reuniones de los hombres del barrio, las casetas que hacían de alacena y cocina parecían siempre un lugar festivo. Cualquier cosa podía suceder. Las visitas inesperadas a cualquier hora, las conversaciones picaronas y los chismes eran habituales en aquel lugar. El precio a pagar por aquella licencia era caro, pero valía la pena. Las mujeres aceptaron de buen grado su compañía, pero a cambio una serie de arduas tareas  pasaron a formar parte de su quehacer diario. Acudir al mercado a por las compras de su casa y de todas las de las vecinas. Era cansado hacer de repartidor, pero la satisfacción que le dio intimar con toda suerte de vendedores y comerciantes le compensó el cansancio. La tarea más dura era ir a por agua a la fuente. Tras dos kilómetros de camino bajo el sol y la cotidiana pelea por el sitio en la larga cola, le tocaba regresar cargado con varias garrafas. Hoy reconocía como un privilegio el hecho de haber sido aceptado en aquel círculo femenino, pues ahí aprendió los asuntos importantes de la vida y extrajo una enseñanza que dirigió sus pasos hasta entonces. En la vida todo es relativo menos el presente. El pasado no era muy útil y el futuro solo generaba frustración. El mundo masculino se aferraba a ellos ignorando el único lugar donde se podía hallar algún momento de felicidad: el presente. Era allí donde encontró el mundo femenino, la preocupación por la comida, la ropa, lo cotidiano, la salud. Mundos ocultos para un niño que se le abrieron como un abanico ante sus grandes y oscuros ojos. Abdulá apuró el vaso de leche tibia tremendamente azucarada que le trajo a la mente a su madre obligándole a beberse uno parecido cada noche, para apaciguar los malos pensamientos y atraer los sueños infantiles.


Campamento saharaui en el desierto argelino
Donald, sabedor de que todo el mundo estaba esperando en posición de firmes bajo la escalinata del avión, se resistió unos minutos sentado en su sillón antes de bajar. Entregó su maletín y su portátil a uno de sus ayudantes y con gesto cansado se enderezó. En los últimos años le costaba erguir la espalda, se reconocía en la imagen que conservaba de su padre. Tras una larga carrera como piloto vino un retiro profesional que coincidió con una decadencia física notable. La enorme musculatura del militar se tornó pronto en grandes pellejos que colgaban de sus brazos y piernas, la vista necesitó de repente la ayuda de unos gruesos lentes y la espalda se le fue inclinando hacia delante, ofreciendo la imagen de un anciano. La inactividad pasaba factura y últimamente veía cómo su cuerpo reflejaba el hecho de su pérdida de poder. Tras haber ocupado importantísimos cargos políticos en todos los gobiernos republicanos desde que el presidente Nixon lo ascendiera al parnaso político, le llegaban ahora unos años donde el nuevo presidente demócrata no solo le apartó del poder, aquello podía comprenderlo, sino que logró que una nube de ostracismo se cerniese sobre él. Le señaló como uno de los culpables de la situación de crisis actual y logró que hasta sus más fieles correligionarios le diesen la espalda.


Abdulá se relacionaba con toda clase de comerciantes...

Olimpo del poder, el corazón de la bestia
Al asomarse por la puerta de la escalerilla el sol cegó sus ojos. Conocía el sol español, pero en Madrid no brillaba como en el Mediterráneo. Ante la escalera y con una larga fila de personalidades esperando su descenso vino un reflejo del pasado a su mente. Últimamente aquel recuerdo se repetía con demasiada frecuencia. Se vio saliendo a la calle desde el Aula Magna de Princeton en un día igualmente soleado. Era su graduación. Abajo esperaba serio su padre vestido con el uniforme de gala. Ninguno de los dos dijo nada durante la comida de celebración, pero ambos sabían que ese día comenzaba una nueva vida para Donald. Tuvo que elegir y lo hizo. Continuar con la vida libertina que se había permitido hasta entonces o virar hacia la carrera seria que le esperaba en el mundo de la política y los negocios. No era fácil la elección y no fue el ansia de poder y dinero lo que le hizo inclinarse por su brillante futura carrera. Las largas noches de estudio y sacrificio que había invertido en la Universidad le enseñaron que el orden y el cumplimiento del deber tenían su lado positivo. Tras unos años de dudas y miedos adolescentes, la rigidez del trabajo y la obediencia a unas normas incuestionables le apaciguaban el alma. Experiencias con el alcohol, las drogas, los escarceos con las chicas e incluso alguna muy satisfactoria relación con otros jovencitos, lejos de ofrecerle momentos de felicidad le atormentaban con sentimientos de culpa, de pecado y de inseguridad. No era el camino que quería. La disciplina impuesta en el hogar a base de severidad y austeridad, los honores académicos logrados con penurias y esfuerzo le daban por fin lo que anhelaba su espíritu, calma y serenidad. El saber en todo momento que se hace lo correcto sin cuestionarse su moralidad fue la cualidad que le hizo recorrer a gran velocidad el camino de ascenso al poder. Bajó las escaleras y con un rápido y marcial saludo ignoró a toda la plana mayor de dirigentes locales y de la embajada que alineados esperaban al magnate. Se introdujo en el blindado negro que esperaba al final de la alfombra roja y se sumió de nuevo en sus pensamientos.


Tomó una decisión en su juventud...
...el camino severo le alejó de la duda
La mañana no comenzó de manera habitual. Ya hacía unos días que la noticia corría de boca en boca entre el personal del hotel. Incluso la noche anterior una filtración se había colado en los informativos nocturnos. La dirección no había advertido del acontecimiento pero nadie podía esconder lo que ya dejaba de ser un simple rumor. La reunión del Club Bilderberg del 2010 se iba a celebrar en el complejo. El Hotel Dolce era conocido por su entorno paradisíaco. En cuestión de lujo y exclusividad había muchos por encima de él, pero su situación aislada en las afueras de Sitges facilitaba el alto nivel de seguridad y privacidad que exigía el encuentro. De hecho desde hacía días las señales de que algo importante e inhabitual iba a acontecer eran evidentes. La instalación de una verja electrificada que rodeaba todo el complejo, la llegada de personajes enfundados en trajes oscuros que no podían esconder su condición de guardaespaldas y el colapso de todas las plazas del garage por largos y brillantes coches blindados daban prueba de ello.

El autobús que trasladaba desde el albergue del personal en Sitges hasta el complejo llegó a la hora de siempre, pero aquel día de junio una jauría verde de la Guardia Civil les esperaba junto a la puerta de entrada del servicio. Les hicieron bajar del vehículo y les agruparon en el vestuario. El que parecía al mando les habló como el oficial a su tropa. Las normas eran claras, debían desvestirse en ese momento y ponerse las ropas que estaban etiquetadas para cada uno de ellos. No podían llevar encima ningún objeto personal, incluso fueron despojados de los relojes, joyas y otros enseres. Cada uno debía hacer su trabajo extremando la profesionalidad y la cortesía. No podían dirigirse a ningún cliente del hotel en los próximos dos días a menos que fuesen requeridos por ellos. Con voz marcial les deseó buena suerte y salió del vestuario dejando que los números vigilasen el proceso. Los pasillos hacia la cocina dejaban ver las mejores galas del hotel hasta en sus más escondidos rincones. El nivel de limpieza, iluminación e incluso del aroma que exhalaba todo el recinto alcanzaba cotas desconocidas hasta entonces. Encontró agobiante la presencia de seguridad privada en todos los rincones. Nada escapaba a una mirada vigilante. A Abdulá no le era desconocida la situación opresiva de control, pues de manera mecánica un recuerdo acudió a su mente. Se vio diez años atrás en La Habana.  Fruto de un pacto de colaboración con el Polisario, Abdulá fue uno de los jóvenes seleccionados por el gobierno cubano para completar estudios superiores en la isla. Dominaba con alguna dificultad el español gracias a las horas de escuchar a los viejos a la sombra de la jaima, pues la nueva generación de saharahuis volvía la cara al idioma igual que España se la volvía a su pueblo. El inglés se extendía en sustitución del idioma cervantino. Escuela Superior de Altos Estudios Gastronómicos rezaba sobre la puerta del demacrado edificio del barrio del Cerro de la capital cubana. No recordaba aquellos años de estudio como especialmente malos, pues fue allí donde el joven aprendió los principios técnicos de su profesión, sin olvidar su primer beso, su estreno de una sala de cine, su despertar en el sexo, y sobre todo algo que todavía derramaba lágrimas al recordar, allí saboreó su primer helado. La propia idea de algo tan frío era inconcebible en medio del desierto, pero si el estreno en el mundo de la crema helada se hace en Copelia, el bautismo es digno de la realeza.

Muchos bautismos para Abdulá se celebraron en
la capital cubana
Pero no eran aquellos felices despertares habaneros los que despertaban su memoria aquel día en la cocina del Hotel Dolce de Sitges, sino la sensación de vigilancia continua. Los cubanos fueron unos anfitriones generosos con cientos de estudiantes saharahuis ignorados por el resto del mundo, pero había un precio a pagar, la cuestión ideológica. No había fisuras, ninguna grieta posible para la duda y ningún espacio posible para el debate. Toda posición crítica con el régimen era considerada imperialista y por lo tanto desviada. Combinaba estudios profesionales técnicos con asignaturas tales como Economía Planificada, Estudios Marxistas o Ética Comunista. La ideología ascendida al mundo y al lenguaje religioso. Nuevos dioses a los que adorar.


Poder, economía, secretismo.
Conspiraciones crípticas
Tras media hora de autopista rodeado de motocicletas con beneméritos agentes y luces rotatorias azules su ayudante le sacó de su ensimismamiento para anunciarle que ya llegaban al destino. Se podía ver el Hotel situado sobre una colina verde que se abría al mar. El che se acercó por la parte de atrás para entrar por el piso subterráneo. Toda precaución era poca. Aquella reunión no entraba dentro del campo de las oficiales, por lo tanto no habría fotos oficiales ni comunicados de conclusiones finales. El Club  Bilderberg era una reunión privada lejos de las rondas mundiales oficiales. Nada tenía que ver con Foros de la Tierra, Reuniones del G8, G20, OTAN ONU… Nacida en la Guerra Fría reunía a las personas más importantes del ámbito público y privado del mundo capitalista con el objetivo de generar una corriente de opinión favorable al modelo de democracia occidental y contra el sistema comunista. Una vez vencida la batalla, el grupo no se deshizo, sino que continuó sin un objetivo claro. Seguía reuniendo anualmente a los personajes influyentes del mundo y era sabido que era un lugar donde abundaban contactos entre las altas esferas del poder económico. Allí se guisaba más que en todas las aburridas reuniones del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, donde declaraciones grandilocuentes y públicas se desvanecían en el aire ante los medios de todos los países.
Beneméritos controles
Donald se sentía como en casa en un lugar donde el control y el uniforme evitaban cualquier tipo de sorpresa amarga. Nadie protestaba, no eran necesarias fuerzas antidisturbio, pues nadie protesta si no sabe de qué hacerlo. Los puntos de chequeo y control se sucedían uno tras otro y cada uno de ellos que el coche superaba suponía una subida de adrenalina en el adormecido corazón del Exconsejero de Defensa estadounidense. Verificada su identidad en la última barrera policial su ánimo era ya el de un magnate activo con las uñas de sus garras afiladas y dispuestas para la caza. Echó un vistazo por la ventana y lo que vio le gustó y tranquilizó. El mundo funcionaba. Una larga fila de empleados de servicio del hotel bajaba en ordenada fila de un autobús ante la presencia de las fuerzas del orden locales. Como delincuentes eran introducidos en el recinto con miradas cabizbajas entre el escrutinio de sospecha de decenas de uniformados.


Guantánamo, ejemplo de "democracia"

Abu Grhaib tampoco anda mal de "Derechos Humanos"

No pudo evitar triunfales recuerdos. Su opinión se impuso en el pasado a quienes creían ver en sus métodos poco respeto a los valores democráticos. La creación de una red de prisiones por todo el mundo aprovechando países aliados con regímenes dictatoriales o zonas con status especial fue todo un acierto. Allí no era necesario el respeto a la legalidad internacional ni a los sobrevalorados Derechos Humanos. Centros como Abú Graif o Guantánamo habían servido a la defensa nacional más que todo el poderoso ejército. Además de la valiosa información que extraían a los prisioneros, ayudaban a crear un clima de terror en las potencias enemigas. Imágenes como las que tenía delante se repetían en todas las pantallas del orbe. El mundo tenía que saber a qué atenerse si discutía la supremacía de América. Era su obra. Ni siquiera el nuevo presidente con sus aires de redemocratización se había atrevido a desaprovechar los beneficios de su obra, y el pueblo estadounidense sabedor de la tranquilidad y seguridad que proporcionaban sus métodos protestaba con aire protocolario. Venció a sus opositores. Logró que el inútil de su jefe apoyase sus propuestas. Fabricó las armas de monstruo y su nación, como su vida, sonrió ante la sensación de orden y control. Sólo un sueño con dos caras envenenaba sus noches, pensó mientras el coche desaparecía por la puerta del subterráneo. La imagen de un país débil a la deriva de los chantajes y amenazas exteriores, y la suya propia cincuenta años atrás, retozando feliz y despreocupado en las verdes campiñas, abrazado a otro cuerpo como el suyo: joven, vital, alegre y masculino. Apartó sus temores de la cabeza y se sumió en los preparativos de los encuentros de la jornada con su ayudante.
No está mal que alguien les recuerde
lo que son: malos


Una formación profesional y un camino hacia el futuro a cambio de unos meses de trabajo supuestamente voluntario para el ejército cubano no era una oportunidad que pudiese dejar escapar. En las cocinas de los campamentos militares aprendió a llevar a la práctica todo lo aprendido en las aulas-taller. Durante los tres meses de verano, los estudiantes becados eran requeridos para trabajar en toda clase de instituciones, escuelas, residencias y campamentos de toda la isla. A Abdulá le había caído en gracia la base militar cubana de Guantánamo. Al recibir la noticia, un escalofrío le recorrió el cuerpo y le surgieron unos temores que pronto vería infundados. La situación en aquella base era de lo más tranquila. Los norteamericanos hacían y deshacían de su lado, ignorando completamente a los militares cubanos, que se conformaban con examinar desde una colina lo que acontecía en el otro lado de la verja y anotar todo movimiento en un registro. Incluso, de vez en cuando, surgía algún roce entre ambos ejércitos de tintes graciosos que ayudaban a quitarle tensión al asunto. Uno de ellos, conocido e ignorado por los mandos, era el semanal intercambio que se producía todos los domingos por la noche cerca de las alambradas, donde los cubanos canjeaban botellas de ron de alambique casero y frutas frescas por toda suerte de iconos capitalistas muy valorados en la isla, como revistas deportivas ya pasadas, camisetas de basket y pelota, etc…


Las caras ya no eran alegres,
y la disciplina se incrementó
Pero cuando llegó el verano del último curso todo cambió. Llegó a la base como acude un niño a un campamento de verano. Esperaba volver a ver a sus colegas estivales alegres y bromistas como siempre, observando a un grupo de yanquis simplones y bonachones. Pero nada más lejos de la realidad. Desde que cruzó el portón de la base el ambiente le resultó enrarecido. Los soldados habían olvidado su relajada disciplina. Les veía corriendo armas en mano de un lado a otro dispuestos en ordenados batallones. Ya no sonaba la alegre música .caribeña por los altavoces, sino que el silencio y las largas marchas militares se repetían. En la cocina el ambiente pronto se contagió, y las jornadas de trabajo se sucedían con enorme monotonía y dureza. Pronto supo lo que había generado ese cambio y comprendió la situación. El gabinete del presidente Bush había seleccionado la base en el territorio cubano como prisión para los sospechosos de terrorismo internacional. Como la situación territorial era ambigua, aquel pedazo de tierra no era considerado territorio estadounidense, por lo tanto no regían allí las normas del derecho internacional a las que los EEUU estaban suscritos. Los Derechos Humanos convenidos por la ONU no eran de aplicación en aquel campamento, así pues la tortura podía llevarse a cabo sin ningún tipo de disimulo. El espíritu de Abdulá se fue endureciendo conforme avanzaba el verano. Adquirió la rutina de subir a la colina desde donde se divisaba todo el territorio enemigo armado con unos prismáticos cada atardecer después del turno de mediodía. Se familiarizó con la práctica que allí se establecía con los prisioneros. Unas jaulas similares a las del zoológico del Parque Lenin habanero se disponían en medio de lo que antes era la explanada donde los soldados hacían sus ejercicios. Allí, en pequeños habitáculos se encontraban hacinados los reos. Era fácil distinguirlos por sus monos naranjas. Grupos de soldados armados sacaban de vez en cuando a alguno de ellos para llevarlos a las dependencias, de donde los volvían a sacar, muchas veces arrastrándolos por el suelo. El cocinero dedujo que las piernas ya no eran capaces de sostenerles. El movimiento de reos era incesante, pues los interrogatorios se llevaban a cabo día y noche. El mundo que aprendió a amar bajo el infinito cielo del desierto y el alegre sol caribeño se afeaba cada tarde desde aquella colina.



Imágenes que no deberían repetirse jamás
De aquellos escarceos juveniles a Donald sólo le llegaban imágenes acompañadas de sentimiento de culpa y pecado que se apresuraba a borrar de su mente. El resto de su vida sexual se podía resumir brevemente. Un matrimonio de conveniencia con la hija de otra familia de larga estirpe militar. Contentó a todos y, lejos de resultar un artificio, permitió a la pareja llevar una vida relativamente independiente exceptuando los eventos de compromiso a los que asistían desde hacía décadas. Las relaciones sexuales se sucedieron como simple elemento de procreación. Tres hijos varones, fruto de ellas, educados en la distancia de distintas escuelas e internados de prestigio, no interrumpieron la carrera del político. Para el resto de las ocasiones, una agencia de contactos seria y de confianza, le suministraba chicas con las que aliviar la necesidad. Solía cogerles cariño, incluso repetía con alguna de ellas varias veces, hasta que el miedo a una dependencia sentimental le hacía cambiar el género.

Jardines del Hotel Dolce de Sitges
Mantuvo durante la jornada varias reuniones algo protocolarias. Encuentros con líderes y magnates a los que hacía tiempo que no veía. Pero la reunión especial se estableció para la noche, después de la cena. Diez miembros del grupo, esta vez sí que eran los personajes más influyentes del mundo, habían acordado reunirse en una de las suites del hotel habilitada para la ocasión. Hasta entonces el exconsejero decidió subir a relajarse a la habitación donde tras refrescarse y descansar, ordenaría las ideas que pensaba exponer en la reunión nocturna.


El autor y su obra
Salió de la ducha con el lujoso albornoz blanco con ribetes dorados del hotel y se acercó a la ventana. Desde allí se entretuvo espiando la actividad que se llevaba a cabo en el jardín. Un grupo de invitados alargaba la sobremesa sentados bajo unos toldos junto a la piscina. Le llegaban las risas provocadas por los cóckteles que desbordaban sus vasos. Sonrió al comprobar que ninguno de los selectos invitados nocturnos estaba entre ellos. Aquellos eran los segundones y personajes locales sin influencia real sobre las decisiones que se iban a tomar en aquel pueblecito del mediterráneo español. Dos empleados se esmeraban en la limpieza continua de una piscina. Tarea inútil a todas luces, pues el tiempo no acompañaba y la brisa fresca que llegaba del mar no hacía apetecible el baño. Además de los camareros que iban y venían de la barra exterior del bar al grupo de borrachos para abastecer sus gaznates. Un par de jardineros repasaba con grandes tijeras podadoras todos los setos que rodeaban el recinto, bajo la atenta mirada de la seguridad que poblaba todas las instalaciones.

La única imagen que desentonaba en el conjunto provenía del pequeño huerto situado bajo las ventanas de la parte de atrás de las cocinas. Allí, un joven empleado custodiado por dos agentes recorría los parterres con cientos de pequeñas plantas dispuestos a la manera de un pequeño huerto. Acertó a distinguir pequeñas tomateras y unos arbolitos con diminutos frutos semejantes a naranjas. Sin duda estaba seleccionando alimentos para la cena. Bajar a cotillear con el empleado no sólo sería un gesto destacable que dejaría una imagen humana de todo un Consejero de Defensa estadounidense, sino sobre todo saciaría su curiosidad por la botánica local, a la que se aficionó nada más terminar sus estudios. Estaba decidido. Eligió el único traje sport que colgaba del armario y se dispuso a ir al encuentro de aquel empleado de las cocinas.
El joven ayudante de cocina pasó toda la jornada concentrado en el trabajo. Aquel día resulta extraño para todos los miembros del equipo. La vigilancia era continua. Agentes de seguridad vigilaban todos los procesos en la cocina. Y se notaba que sabían lo que hacían, pues cualquier movimiento fuera de orden llamaba su atención y acribillaban a preguntas al responsable. Fue gracioso para los auxiliares ver como Claude, el estricto jefe de la sección de pescados, balbuceaba temeroso explicaciones a un tipo enorme que cuestionaba su manera de desescamar los besuguitos, que servirían para hacer el fumet del plato principal, una de las estrellas de la tradición local, el arroz a banda. Los servicios de seguridad ya habían inspeccionado todos los ingredientes del plato para evitar una posible intoxicación masiva. La cena debía ser memorable y nada indigesta, a la vista de las reuniones nocturnas que se habían preparado. El Chef había recibido las instrucciones de manera diáfana. Para la noche se buscaba un menú que fuese a la vez tradicional, presentado con el glamour de la nouvel cuissinne, con algún tratamiento vanguardista digno de la cocina española de los últimos años y que permitiese ingerir grandes dosis de alcohol en largas sobremesas. Lo vio claro al reunirse con su equipo. El arroz a banda cumple con la tradición secular mediterránea, se podía presentar envuelto a la manera francesa en unos cestitos de hojaldre ligeros y crujientes. La idea sería emulsionar unos ajos confitados con aceites locales en forma de espuma, que recordara el all i oli, sin dejar mal aliento y recordando texturas postmodernas. El arroz actuaría como esponja del alcohol de lujo que previsiblemente consumirían en exceso durante la noche casi todos los comensales. Todos los empleados se pusieron manos a la obra desde la mañana para evitar cualquier fallo, que sería fatal para la reputación del hotel.
Boato en la gran sala preparada,
alejada de todo minimalismo al uso
Donald salió de la habitación. Apenas notaba, por la costumbre, la larga fila de guardaespaldas que le iban siguiendo por el pasillo. Se trataba del equipo que había traído personalmente para encargarse de su vigilancia. Tres de ellos le precedían abriendo las puertas y, a modo de avanzadilla, despejaban el lugar por el que el exconsejero pasaría unos segundos después. Junto a él caminaba su ayudante que debía echar a correr cada pocos pasos para acompasarse al rápido ritmo de su jefe. Cerraba la comitiva media docena de uniformados agentes de una famosa empresa privada estadounidense, que a su vez era la misma que recibió la contrata del Pentágono de lo que eufemísticamente se vino a llamar captación de información a los prisioneros en las bases militares. No se trataba de otra cosa que una empresa dedicada a la tortura. Con métodos puestos a prueba en las dictaduras aliadas, estos agentes acumulaban una formación en su campo ejemplar. Conocían todos los límites psiquicos y físicos del ser humano. Podían convertir a un ser humano en una piltrafa sin que se notase exteriormente ningún signo de violencia. Métodos sutiles para un trabajo delicado. Si el reo, sumido ya para siempre en un estado de shock, no cantaba, significaba que no sabía nada relevante.



Parterres donde tuvo lugar el encuentro
El político retirado descendió a la planta baja para el asombro de sus acompañantes, que sin atreverse a preguntar el destino de ese paseo, cruzaban la mirada con aire de cierta inquietud. Tras cruzar el hall, ante el gesto incrédulo del director del complejo que se apresuró a seguir al grupo, Donald se introdujo sin pedir permiso en la gran cocina. Todo el mundo paró de repente ante la presencia de aquellos extraños. El jefe de seguridad de la sección se dirigió a uno de los agentes trajeados del exconsejero e intercambiaron unas palabras en voz baja. El viejo, ignorando toas las miradas y movimientos que generaba a su alrededor, salió del grupo y se dirigió con decisión a la puerta que daba al pequeño jardín en la parte de atrás. Al llegar a la puerta pidió, con voz acostumbrada a dictar órdenes con precisión, que le dejasen salir solo al exterior, y cruzó la puerta cerrándola tras de sí.

Veinte minutos tardó en volverla a abrir. Veinte minutos donde todo el ambiente en la cocina se alborotó. Los agentes de seguridad discutían entre sí. El director del hotel iba de un lado para otro fuera de sí. Aquello era un contratiempo. Nadie había previsto que el invitado más importante de la reunión se quedaría cara a cara con un desconocido ayudante de cocina. Nadie era capaz de controlar la situación, y llevaban meses con la preparación del evento. Todo podía venirse abajo por el capricho de un viejo. Asomados a la gran cristalera, decenas de rostros pudieron seguir el encuentro entre el alto y enjuto Donald y el pequeño saharaui. Les vieron caminar entre los enormes maceteros. Parecía que el ayudante de cocina enseñaba al magnate los secretos de cada una  de las plantas. Donald seguía la explicación con gesto de interés, y de vez en cuando veían cómo se dirigía con familiaridad al cocinero que servía de guía en el paseo por el jardín. Un apretón de mano entre ambos sirvió para que todos los gestos que les observaban se relajasen. Todo había pasado sin contratiempos, el programa podía seguir según lo previsto.


Ilustres y vegetarianos invitados
La cena comenzó cinco minutos pasados de las nueve. El salón presentaba un aspecto radiante, pues había sido redecorado a medida de la reunión. El conocido ambiente minimalista que reinaba allí, con la intención de que fuese sólo la comida la que brillase en él, había sido sustituido por otro más cortesano. Las cortinas de panel japonés se cambiaron por pesados cortinajes cargados de encajes y borlas. Mantelerías de texturas finas y tonos ocres aparecieron cubriendo las superficies desnudas de las mesas. Todo adquirió un tinte ortodoxo. Se siguió el protocolo oficial de toda gran cumbre internacional. Protocolo que por esas fechas estaba totalmente caduco, pues quien se asomase al gran comedor central esa noche creería haber retrocedido en el tiempo tres o cuatro décadas. Tiempo que a buen seguro llevaban precintados en algún almacén la cubertería y cristalería que luciría ante tal insignes invitados.

El personal se mostraba nervioso, pero cuando tenían que aparecer en la sala su profesionalidad les hacía disimularlo a la perfección. El servicio funcionó como dictan las rancias escuelas de cocina francesa. Impresionaba a muchos comensales el seguimiento sincronizado de unas normas ya casi olvidadas en los mejores establecimientos del mundo, que en su afán de renovación luchaban contra ellas ignorándolas. El orden en la sala contrastaba con el caos que,de puertas para dentro, reinaba en la cocina. Todo eran gritos, gotas de sudor en las frentes de los cocineros, bandejas que se cruzaban en el aire. Aquello era el ajetreo de las mejores noches. Se practicaba un juego sólo conocido para quien lo ha vivido. Consistía en aguantar el tipo de cara al cliente, que deseaba calma y orden, desde las profundidades de un huracán donde todo parecía improvisado. Ahora se verían los resultados del largo día de trabajo, y hasta el momento todo salía a su favor. La aparente descoordinación del personal ocultaba largos años de experiencia. Todos sabían lo que tenían que hacer y, aunque parecía mentira, lo que debían acometer en cada momento. El chef lo sabía bien y era el único que esbozaba una sonrisa. Las secciones funcionaban y estaban en hora. Los entrantes ya habían salido. Se trataban de unas bandejas repletas del pa amb tomaquet local en apasionado matrimonio con montañas de Cinco Jotas recién cortado a cuchillo por cinco profesionales, que en minutos terminaron con diez patas seleccionadas para la ocasón. La temperatura era la perfecta. El pan aun estaba tibio al salir a las mesas y el jamón comenzaba a subar, exhalando la aceitosa grasa intramuscular que lo hacía famoso. Cuando el comensal lo introdujera en la boca, la grasa se iría derritiendo en el paladar creando una capa sabrosa que permanecería en la boca esperando la llegada de un trago del Priorat seleccionado para la cena. Al haber cinco convidados vegetarianos, hubo que preparar para ellos un menú distinto que comenzaba con otra de las estrellas locales, la escalibada, presentada, eso sí, en compañía del mismo pan y bajo una lluvia de almendras tostadas picadas. Tras el entrante vino el guiño a la vanguardia con una espuma del famoso aceite seleccionado del Bajo Aragón presentada sobre una masa de coca catalana y rodeada de esferificaciones de refresco de cola y de agua tónica, que a la vista de las reacciones gusto mucho. Llegaba la hora del plato estrella. Todos esperaban el momento.

La cara: perejil

La cruz: cicuta
¿Custión de suerte?
A modo de un regimiento en formación, una larga fila de camareros salió de las entrañas de la coccina. El salón fue ocupado por parejas de porteadores que llevaban agadas por la asas las enormes paellas llenas de arroz a banda. La presentación era la que dictan los cánones. El arroz con los vegetales en la misma paella y en medio, sobre él, se alzaba una montañita de pescados hervido, desespinados y desmigados, con los que se había hecho el caldo. Las enormes sartenes de acero fueron presentadas ante las mesas antes de ser depositadas en las auxiliares que se situaron en el centro. El servicio de los platos se hizo ante la concurrencia. Una ración de arroz sobre la que se depositaban unos pedacitos de los besuguitos de anzuelo utilizados. Ya en la mesa otro grupo de camareros disponía sobre el conjunto la espuma de ajo y aceite desde unos sifones recordando a los comensales que estaban en España, país a la cabeza de la experimentación molecular en los fogones. Sólo quedaba el remate final. Los ayudantes de cocina pasaban detrás de los camareros para espolvorear con perejil recién picado el plato, dándole aroma y colorido, a la vez que ofrecían rodajas de limón a voluntad del comensal.

Era su hora. Ya habían salido los sifones de ajo y llegaba el momento esperado desde sus tardes de observador en la colina de Guantánamo. Se había ocupado en situarse en la posición adecuada. Le correspondía la mesa siete. Era la central y en ella se encontraban los invitados más ilustres. Al salir a la sala y mirar hacia su mesa pudo distinguir rostros conocidos. La reina ejercía de anfitriona en cuanto a compañía, pues no podía ser una buena cicerone culinaria al ser una militante vegetariana. Junto a ella se encontraba Donald, que era el único que no dirigía la mirada hacia el plato en construcción, sino hacia él. Le observaba acercarse con el cuenco de perejil e incluso creyó apreciar una sonrisa dirigida en agradecimiento a él por la conversación vespertina. Espolvoreó la verde picada sobre las espuma y dispuso un recipiente de rodajas de limón sobre el centro de la mesa. Abdulá se retiró sin fijar la vista en ninguno de los comensales, como le había indicado el jefe de servicio de sala. El resto de la cena continuó con el mismo orden y calidad. Llegados a los postres los acontecimientos se precipitaron.

Los ayudantes ya habían terminado su jornada. Todo el resto del trabajo quedaba en manos de baristas y camareros, que se encargarían de servir los pequeños bocados dulces que acompañarían a los cafés e infusiones. Cocineros y ayudantes se quitaron los sudorosos gorros y con gestos cansados observaban la cocina, que presentaba un aspecto postbélico. Fue entonces cuando Abdulá se incorporó y ajeno a la mirada del resto del personal se dirigió hacia el guardaespaldas que dirigía al resto, y que era fácil de identificar por los auriculares que llevó todo el día incrustados en las orejas. Éste le esperó en su posición erguida y desafiante en medio de la cocina y no supo reaccionar ante el movimiento del joven. El saharaui le sonrió, mirándole fíjamente a los ojos. Alzó sus antebrazos y unió sus muñecas al modo de preso esposado.

La sonrisa le delataba.
Había empujado hacia un mundo mejor
- Os la colé, amigos, os la colé- La voz quebró el silencio que ya reinaba en la gran cocina. El jefe de seguridad no supo reaccionar ante aquellas palabras.

- Se llama cicuta. Es semejante al perejil y tras la media hora que ha pasado ya no tiene remedio con ningún antídoto. Todo será rápido y lo mejor es que lo dejen morir en paz- Parecían frases preparadas que repitió sin titubear. Únicamente una sonrisa en sus labios delataba que realmente nada podía hacerse por evitar la tragedia.

La noche acabó según el saharaui había planeado, y la sonrisa que lucía al ser introducido en la furgoneta de la Guardia Civil respondía al primer sentimiento de esperanza afloraba en él desde hacía años. Mañana el sol se desplegaría sobre un mundo un poco mejor. Abdulá, el hijo del desierto mató a Donald Rumsfeld.

El sol brillará sobre un mundo mejor

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