Sanguinaccio: un postre a base de sangre y cacao
(inspirado por el pintor Luis Egidio Meléndez)
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Bodegón con servicio de chocolate Luis Egidio Meléndez, 1770 |
Receta de sanguinaccio
Ingredientes:
Medio litro de leche
125 gramos de cacao en polvo
500 gramos de azúcar
Una cucharada de harina de trigo
Medio litro de sangre de cerdo
Una nuez de mantequilla
Una cucharadita de canela
Unas gotas de esencia de vainilla
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Presentación moderna |
Elaboración:
En primer lugar
mezclaremos en un recipiente amplio todos los ingredientes secos: el azúcar, la
harina, el cacao en polvo. Por otro lado pasaremos la sangre por un colador
bien fino. Iremos añadiendo la leche poco a poco a los ingredientes del bowl
evitando que se formen grumos. Seguiremos haciendo lo mismo con la sangre. El
resultado debe quedar bastante líquido, así que si fuese necesario añadiremos
más leche de la indicada. Para terminar añadiremos la mantequilla, la canela y
el azúcar.
Con toda la mezcla
bien integrada la llevaremos a ebullición lenta en una olla a fuego bajo. No
dejaremos de remover durante la cocción para evitar la coagulación de la
sangre. Con diez minutos será suficiente para que espese. Todavía caliente se
distribuye la crema dulce en pequeños recipientes individuales y se acompaña de
tostadas, bizcocho o cualquier masa más bien seca que empape el sanguinaccio.
Nota para
aprensivos:
También es
tradicional la versión que sustituye la sangre de cerdo por una tableta de
chocolate puro fundida en un vaso de leche, pero no deja de ser la versión
moñas del asunto. Allá cada cual con sus autolimitaciones.
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Siempre untado |
Justificación
de la receta:
Que pueda
pasar en unas horas de admirar la obra de uno de mis pintores fetiche en el
mundo de los bodegones, a plantearme hacer un postre a base de sangre de cerdo
y chocolate, es algo que me sorprende hasta a mí. El caso es que el lienzo
titulado Bodegón con servicio de
chocolate, fechado en 1770, siempre me ha transmitido una sensación
de serenidad. Se trata de un cuadro de pequeñas dimensiones que nació de la
mano del pintor napolitano de origen asturiano Luis Egidio Meléndez. De
ascendencia artística se educó bajo la influencia paterna destacando como
pintor de los entonces considerados temas menores, como eran las naturalezas
muertas. Su despegue definitivo le llegó cuando regreso a su tierra natal para
trabajar bajo la protección del que después sería Carlos IV, que a mitad del
siglo reinaba en Nápoles. Pero no es su biografía lo que quiero tratar aquí,
sino su especificidad como pintor de bodegones.
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El jamón deslumbra desde el cuenco |
Las naturalezas muertas pintadas por Meléndez
respetan la tradición de la pintura española del siglo XVII, iniciada
por los maestros Juan Sánchez Cotán y Francisco de Zurbarán. Al igual que ellos, Meléndez estudió
los efectos de luz, la textura y el color de frutas y verduras, así como de las
vasijas de cerámica, vidrio y cobre. La obsesión por representar texturas
verosímiles le atrapó desde bien temprano, y la perfección que fue adquiriendo
en la búsqueda será muy notable. El tema es presentado físicamente muy cerca
del espectador, con un punto de vista bajo, que hace de los objetos verdaderas
esculturas monumentales con personalidad propia. Los fondos los representaba
con un color neutro, dejando una inquietante y poderosa iluminación que
resaltara el volumen de los objetos representados. Así lograba los terciopelos
de las frutas, la transparencia en los racimos de uva, los interiores
brillantes de la sandía y cientos de texturas de una factura increíble.
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Salmón recién salido del mercado |
Cada obra
pictórica de Meléndez fue confeccionada como una joya de orfebre: los objetos
eran colocados con una unidad pero tratados individualmente con un preciosismo
supino. Los grandes temas nunca le atrajeron, pero sí las cosas ordinarias y
comunes de la vida cotidiana. Injustamente se le ha denominado como el «Chardin
español», seguramente por trabajar sobre la misma temática de las naturalezas
muertas, pero si somos honestos con el estilo y el tratamiento, nada más lejos
de la realidad. Mientras que el francés, en un alarde de ostentación personal
es capaz de transmitir sus pensamientos, miedos y sueños en cada uno de los objetos
que representa, el napolitano se aleja de ellos paras otorgarles el
protagonismo. No nos transmite otras sensaciones que las que emanan de sus
modelos. La sensación del tiempo congelado impregna todas sus obras. El tiempo
es fugaz y su paleta lo detiene para la eternidad en un punto determinado. Es
la magia de la pintura, la victoria frente al fatum trágico que todo lo
marchita. No tiene interés en transmitirnos su estado de ánimo. Su timidez y
falta de aspiración personal es abrumadora. Trata de salirse del cuadro
buscando una objetividad demasiado moderna para su época, poblada por una
multitud de enormes egos. Aunque sus biógrafos nos hablan de un artista ligado
a poder y la corona (es cierto que siempre trabajo en ese entorno) debemos
recordar su situación personal en los años previos a su muerte. Concentrado en
su obra, se despreocupa de los temas mundanos y materiales, terminando sus días
en la más absoluta indigencia, con dificultad hasta para abastecerse de
materiales con los que pintar. Es esa falta de aspiración personal que refleja
en su vida la que nos transmite desde sus obras. Parece que no hay autoría. El
artista pinta sin perder un instante la perspectiva del público, y abandona la
del creador. Jerárquicamente se sitúan en un primer plano los objetos
representados (más bien retratados en su singularidad). En una segunda esfera
estaría el espectador, pues todo se dispone en una composición profundamente
meditada para enfrentar los objetos a las miradas ajenas. Sólo en un tercer
nivel podemos ver aparecer rasgos del autor, que se camufla y disuelve en la
obra como un dios ausente que crea un mundo y lo abandona a su suerte.
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¿Qué decir de ese chuletón? |
Investigando
sobre la vida y obra del autor, dos referencias llamaron poderosamente la
atención: un cuadro y un lugar. El Bodegón
con servicio de chocolate me volvió a dejar tan perplejo como la
primera vez que lo vi en el Museo del Prado. La calidad técnica en el
tratamiento de los distintos materiales es extraordinaria. Los contrastes entre
el tratamiento del metal, de la madera, de la cerámica y de los alimentos
llaman la atención. Una chocolatera de frío metal nos promete el corazón cálido
y cremoso que contiene. Sobre una mesa de rústica y ajada madera, es violento
contraste conceptual, nos dispone una lujosa cerámica que espera el chocolate
caliente. Los alimentos que rodean el servicio están tratados con tal
detallismo que parecen preparados para nuestra merienda tres siglos después.
Rugosidad en la dura corteza del pan que promete ligereza en su miga interior,
la sequedad lograda en los bizcochos y sobre todo el brillo y firmeza de las
galletas de chocolate que se fugan de la rugosidad del papel que los envuelve.
Todo son contrastes, como lo es la vida real. Esa de la que escapaba el autor
refugiándose en su labor creativa. Las diferencias las dan los matices. Ningún
color destaca, ninguna forma se impone, el equilibrio de la vida logra la
unidad en el conjunto. Frío y calor, ternura y dureza, riqueza y pobreza, dulce
y salado, horizontal y vertical (véase el juego entre el asa de la chocolatera
y el bastoncillo mezclador que sobresale de ella). Un mundo reducido a un
servicio de merienda. Una obra genial.
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Experto en el brillo de la sandía |
El lugar al
que me lleva este autor es sin duda Nápoles. Ahí nació el hombre y décadas
después lo hará el artista. En la búsqueda de alguna excusa gastronómica que
ligara a Meléndez con su obra y con su tierra natal descubrí algo que al
principio me generó una sensación de repugnancia, pero que poco a poco se me
agarrado a las entrañas. No puedo dejarlo pasar, he de probarlo. La solución al
enigma se llama sanguinaccio.
Tradicionalmente en algunos pueblos de Italia se mezclaba el chocolate con sangre de cerdo procedente de la matanza. Hoy es una receta tradicional napolitana totalmente en desuso pues
hace ya una década que se prohibió la venta de sangre por motivos de salud
pública y la matanza tradicional sólo se contempla como algo pintoresco en el
mundo rural. Relegada a los almanaques y libros de historia, recupero aquí la
receta como homenaje a un autor y una obra que todavía tienen mucho que decir
por su valor técnico y su concepción moderna del arte.
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Lujuriosas ostras y piadosos huevos Contrastes del mundo en un bodegón |
1 comentario:
He de probarlo, ahora que ya vencí mi repulsión a la sangre cocida y desde hace tiempo descubrí que cocinar salado con chocolate es un placer sensual...¡Gracias por el descubrimiento napaolitano! y por los cuadros y tus palabras. ¡Siempre haces una buena combinación de todas las artes!
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