Para ilustrar identificación de un
individuo con un restaurante basta con el siguiente ejemplo. Manuel Vazquez
Montalbán murió en el aeropuerto de su querido Bangkok en un fatídico octubre
de 2003. Como todas las personas, el escritor tenía planes de futuro que fueron
sepultados por su inesperada muerte. Algunos de ellos serían a largo plazo,
pero otros estaban por llegar de manera inminente.
En aquellos días no le
esperaba en Barcelona ninguna cita literaria. Ninguna reunión pesada de trabajo
con su editorial. Tampoco tenía planeada ninguna celebración familiar, ni
conciertos en el Liceo. No se le esperaba para entregarle premio ni galardón.
Pero había un plan para el día siguiente. Desde El Prat iría hasta su casa a
dejar el equipaje, y de ahí a una cita ineludible. Su mujer, Anna Sallés, había
sido la encargada de hacer la reserva para ellos dos y Daniel, su hijo. Era
asiduo y cliente privilegiado de Can Solé, pero su temperamento le impedía
presentarse sin avisar. Quizá suene romántico, pero no es difícil imaginar que
el arròs amb espardenyes del establecimiento de la Barceloneta fuese la última
imagen que pasó por su mente antes de morir a más de ocho mil
kilómetros de su ciudad.
Planta superior de Can Solé. Allí se ofició la ceremonia arrocera y carvalhesca. |
Can Solé es un lugar de referencia en su literatura. Hizo un
asiduo del mismo a su detective Pepe Carvalho, que desde el momento en el que
se independizó de su autor siguió acudiendo al carrer
de San Carles como un feligrés guiado por la fe. Allí, el creador y el personaje
degustaron todo tipo de propuestas gastronómicas, desde sus suaves croquetas
hasta fresquísimos pescados de mercado. Pero sin duda la referencia de Can Solé
eran para ambos los arroces. Amb espardenyes el escritor y con bogavante para
el detective. Vida y literatura se funden entre cuatro paredes que son
referencia obligada para todo amante iconoclasta de la literatura más negra.
Género al que, sin duda el lector habrá deducido, pertenezco por derecho,
convicción y práctica.
Cometí la temeridad se sustituir las adaptaciones juveniles y los barcos de vapor, por la novela negra en las lecturas de un niño. El experimento fue un éxito |
Pensaba en ambos comensales cuando me dirigía con mi sobrino
en un viaje iniciático a la ciudad. Bueno está que los adultos nos preocupemos
de la formación de nuestros pequeños. Incluso es necesario que lo hagamos de su
educación, incluyendo toda esa monserga de los valores y el ejemplo, etc… Pero
muchas veces nos olvidamos de transmitir algo mucho más valioso que todo eso. Olvidamos
descubrirles nuestras experiencias o buscarlas en su compañía, y eso no tiene
perdón. Para remediarlo me dispuse a pasar una semana con él descubriéndole
rincones de Barcelona que significaban algo para mí, y la experiencia fue de lo
más fructífera.
Tiernos calamares en el interior de la Boquería |
Mi sobrino, al igual que los perros huelen el miedo, detecta
muy bien la ansiedad. Lo demostró cuando me agarró la mano y se dirigió a mí
nada más entrar en la Barceloneta, rumbo a nuestra cita.
- Tranquilo, David, que ya llegamos. (Nunca me llama tío,
tiene clase el chaval)
Y así descubrimos juntos algo que pronto intuyó que era
importante para mí. Un secreto de fantasmas que ya forma parte de él, y que
quizá un día pueda transmitir a otro niño nonnato. Y si eso no es la
inmortalidad, que baje Dios o San Pedro y lo vean.
Flautín de tortilla de la huerta. Bar Pinotxo |
Lo cierto es que llegamos al callejón cansados y hambrientos
como lobos, porque habíamos subido andando Montjuich en busca de las huellas de
Joan Miró, y un refrigerio tomado a media mañana en el Pinotxo de la Boquería,
no es suficiente para dos turistas de metabolismo rápido. Al llegar al
restaurante vimos con cierta decepción que la ruidosa y popular planta baja
estaba completa y rebosante así que nos subieron al piso de arriba donde todo
era más elegante, moderno e impersonal. Pasamos de mirar la carta porque la
elección estaba hecha. Iba a aprovechar esa cita para iniciar al pequeño en el
maravilloso mundo del arroz negro, y ningún lugar del mundo, fuera del Delta
del Ebro, puede ser mejor que la Barceloneta. Con el paso del tiempo he de
decir que jamás recomendaría ese restaurante basándome en criterios objetivos.
El trato no fue muy correcto. Pareció no caer bien la comanda. La orden fue
clara:
- Queremos arroz negro hasta reventar. Sean las raciones que
sean. No queremos probar nada más. Pan con tomate, un quintal de all i oli (sin
huevo, exigencia de mi sibarita sobrino, que aprende a pasos de gigante) y
arroz para parar un tren.
El Pinotxo, un clásico del casticismo barcelonés |
Mirada curiosa de niño ante la vorágine tropical |
La falta de comprensión hacia las obsesiones y los excesos humanos, no es
un punto a favor en un negocio que se dedica a dar satisfacción a los seres
humanos. Además la carta se presenta demasiado larga y, por qué no decirlo,
cara. Raciones de arroz a veinte euros de media se puede considerar un robo en
cualquier país civilizado. Por no hablar de la sinceridad de las elaboraciones.
A un extranjero no está bien engañarle, pero a alguien un poco ducho en la
materia no se le saca un arroz a los diez minutos de pedirlo. Obviamente la
cocina funciona en cadena, y no valoran al cliente con criterio, que quiere que
su plato se elabore para él, y no para el siguiente que lo pida, sea quien sea.
El mundo del comedor errante se divide entre los que pierden la paciencia
esperando el siguiente plato y los que nos deleitamos en una espera que se
promete fructífera. Todos estos inconvenientes los he meditado con el tiempo,
porque la escena que vivimos ahí, nos alejó de cualquier valoración real. Fue
un momento mágico y por eso recomiendo y recomendaré siempre a los
espíritus apasionados que acudan a Can
Solé.
Únicos acompañamientos permitidos con el arroz: All i oli... |
...y pá amb tomàquet |
Mientras esperábamos el cava recomendado por la casa y el
agua, sacamos un raído ejemplar de Los pájaros de Bangkok. Entre sus ajadas
hojas leímos por turnos pasajes seleccionados que hablaban de rincones de la
ciudad por los que llevábamos días deambulando. La ironía de Carvalho nos hacía
atragantarnos. Reímos al conocer al intrépido Biscúter llorando de pena por
mendigos y prostitutas del barrio chino, sin duda con una vida más plácida que la
suya. Nos pusimos serios al imaginarlo durmiendo junto a su difunta madre en el
tanatorio de la ciudad. Nuestras tripas crujieron y protestaron al recrear los
festines a los que se enfrentaba una y otra vez el detective. Nos extraviamos
por las afueras de un Bangkok nocturno tan inquietante como atractivo. La
sombra de Carvalho nos envolvía sin concesiones. Por fin, el camarero nos sacó
del ensimismamiento literario. El arroz estaba allí. Nos lo presentaron en la
mesa auxiliar como una matrona muestra por primera vez el hijo recién lavado a
su madre tras el parto. Una obra de arte a la que atacaríamos por todos los
flancos.
El brillo oscuro de las valvas del mejillón aportaba el toque de luz. El toque crómatico era cosa de la enorme cigala |
Sentí como la negrura del arroz a base de la tinta de
calamar asustaba al pequeño iletrado en la materia. Pero eso duró hasta que su
tenedor seleccionó unos pocos granos de arroz y los introdujo en su boca.
Aquello no era literatura. Aquello no eran promesas de futuro. Eso era vida sin
tapujos. Realidad en estado puro. Toda la esencia del mar concentrada a base de
calamar y almejas de un nivel sin parangón. Reclamamos varias veces la
asistencia de los camareros. El pan se quedaba siempre corto, el vino blanco
del Penedés (uno es tan cutre que siente pasión por el consabido Viña
Esmeralda) sustituyó al difunto cava. A mitad de la ración ya estábamos
saciados, pero ese es precisamente el momento de los intrépidos. Comer por
hambre responde a una necesidad física, pero hacerlo sin ella representa una de
las grandes diferencias entre el ser humano y el animal. Es el momento de la
civilización. El ritmo se ralentiza y cada bocado es disfrutado como un acto de
culto al ego. Eso no se enseña en la escuela, por desgracia.
Momentos antes del bautismo, cuando todo es una promesa |
Con tantos días juntos, mi nene aprendió que si era para
gozar de algún placer, non necesitaba pedir permiso. Así que fue él el que con
el último bocado negro en la boca llamó la atención del camarero para pedir,
sin mirar de nuevo la carta dos cremas catalanas. Pero no lo hizo sin criterio,
como lo haría un cualquiera. Consultó antes con severidad sobre si eran caseras
o industriales. El tío escondió la lágrima de orgullo y engulló el postre sin
mostrar debilidad.
Crema catalana ortodoxa. Azúcar quemado al hierro |
La veracidad de lo que viene a continuación la dejo a gusto
del consumidor. No sé si serán los efluvios de los buenos y blancos caldos, o
la sobredosis de comida ingerida, pero al salir de Can Solé, ambos nos fijamos
en la única figura que se acodaba en la pequeña barra del bar que hay junto a
la entrada. Un señor enjuto, de una edad indeterminada, se bebía con evidente
reseco una larga jarra de Estrella a la vez que masticaba con fruición las
croquetas que se disponían geométricamente en su plato. Creo que pensamos lo
mismo. Todavía podríamos con ellas. Pero lo realmente curioso ocurrió al salir
del restaurante. Los dos detuvimos el paso. Nos miramos y sonreímos a la vez.
Nos señalamos con el dedo a modo de reclamo y exclamamos al unísono: ¡Pepe
Carvalho!
Barra de bar que recibe a los comensales en Can Solé. Lugar de apariciones y reposo de espectros ¿literarios o reales? |
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