viernes, 16 de marzo de 2012

De perdidos a Can Solé (El corazón de la ilustre Barceloneta)



Para ilustrar identificación de un individuo con un restaurante basta con el siguiente ejemplo. Manuel Vazquez Montalbán murió en el aeropuerto de su querido Bangkok en un fatídico octubre de 2003. Como todas las personas, el escritor tenía planes de futuro que fueron sepultados por su inesperada muerte. Algunos de ellos serían a largo plazo, pero otros estaban por llegar de manera inminente. 

En aquellos días no le esperaba en Barcelona ninguna cita literaria. Ninguna reunión pesada de trabajo con su editorial. Tampoco tenía planeada ninguna celebración familiar, ni conciertos en el Liceo. No se le esperaba para entregarle premio ni galardón. Pero había un plan para el día siguiente. Desde El Prat iría hasta su casa a dejar el equipaje, y de ahí a una cita ineludible. Su mujer, Anna Sallés, había sido la encargada de hacer la reserva para ellos dos y Daniel, su hijo. Era asiduo y cliente privilegiado de Can Solé, pero su temperamento le impedía presentarse sin avisar. Quizá suene romántico, pero no es difícil imaginar que el arròs amb espardenyes del establecimiento de la Barceloneta fuese la última imagen que pasó por su mente antes de morir a más de ocho mil kilómetros de su ciudad.

Planta superior de Can Solé.
Allí se ofició la ceremonia arrocera y carvalhesca.
Can Solé es un lugar de referencia en su literatura. Hizo un asiduo del mismo a su detective Pepe Carvalho, que desde el momento en el que se independizó de su autor siguió acudiendo al carrer de San Carles como un feligrés guiado por la fe. Allí, el creador y el personaje degustaron todo tipo de propuestas gastronómicas, desde sus suaves croquetas hasta fresquísimos pescados de mercado. Pero sin duda la referencia de Can Solé eran para ambos los arroces. Amb espardenyes el escritor y con bogavante para el detective. Vida y literatura se funden entre cuatro paredes que son referencia obligada para todo amante iconoclasta de la literatura más negra. Género al que, sin duda el lector habrá deducido, pertenezco por derecho, convicción y práctica.

Cometí la temeridad se sustituir las adaptaciones juveniles
y los barcos de vapor, por la novela negra en las lecturas de un niño.
El experimento fue un éxito
Pensaba en ambos comensales cuando me dirigía con mi sobrino en un viaje iniciático a la ciudad. Bueno está que los adultos nos preocupemos de la formación de nuestros pequeños. Incluso es necesario que lo hagamos de su educación, incluyendo toda esa monserga de los valores y el ejemplo, etc… Pero muchas veces nos olvidamos de transmitir algo mucho  más valioso que todo eso. Olvidamos descubrirles nuestras experiencias o buscarlas en su compañía, y eso no tiene perdón. Para remediarlo me dispuse a pasar una semana con él descubriéndole rincones de Barcelona que significaban algo para mí, y la experiencia fue de lo más fructífera.

Tiernos calamares en el interior de la Boquería
Mi sobrino, al igual que los perros huelen el miedo, detecta muy bien la ansiedad. Lo demostró cuando me agarró la mano y se dirigió a mí nada más entrar en la Barceloneta, rumbo a nuestra cita.

- Tranquilo, David, que ya llegamos. (Nunca me llama tío, tiene clase el chaval)

Y así descubrimos juntos algo que pronto intuyó que era importante para mí. Un secreto de fantasmas que ya forma parte de él, y que quizá un día pueda transmitir a otro niño nonnato. Y si eso no es la inmortalidad, que baje Dios o San Pedro y lo vean.

Flautín de tortilla de la huerta.
Bar Pinotxo
Lo cierto es que llegamos al callejón cansados y hambrientos como lobos, porque habíamos subido andando Montjuich en busca de las huellas de Joan Miró, y un refrigerio tomado a media mañana en el Pinotxo de la Boquería, no es suficiente para dos turistas de metabolismo rápido. Al llegar al restaurante vimos con cierta decepción que la ruidosa y popular planta baja estaba completa y rebosante así que nos subieron al piso de arriba donde todo era más elegante, moderno e impersonal. Pasamos de mirar la carta porque la elección estaba hecha. Iba a aprovechar esa cita para iniciar al pequeño en el maravilloso mundo del arroz negro, y ningún lugar del mundo, fuera del Delta del Ebro, puede ser mejor que la Barceloneta. Con el paso del tiempo he de decir que jamás recomendaría ese restaurante basándome en criterios objetivos. El trato no fue muy correcto. Pareció no caer bien la comanda. La orden fue clara:

- Queremos arroz negro hasta reventar. Sean las raciones que sean. No queremos probar nada más. Pan con tomate, un quintal de all i oli (sin huevo, exigencia de mi sibarita sobrino, que aprende a pasos de gigante) y arroz para parar un tren.

El Pinotxo, un clásico del casticismo barcelonés
Mirada curiosa de niño ante la vorágine tropical
La falta de comprensión hacia las obsesiones y los excesos humanos, no es un punto a favor en un negocio que se dedica a dar satisfacción a los seres humanos. Además la carta se presenta demasiado larga y, por qué no decirlo, cara. Raciones de arroz a veinte euros de media se puede considerar un robo en cualquier país civilizado. Por no hablar de la sinceridad de las elaboraciones. A un extranjero no está bien engañarle, pero a alguien un poco ducho en la materia no se le saca un arroz a los diez minutos de pedirlo. Obviamente la cocina funciona en cadena, y no valoran al cliente con criterio, que quiere que su plato se elabore para él, y no para el siguiente que lo pida, sea quien sea. El mundo del comedor errante se divide entre los que pierden la paciencia esperando el siguiente plato y los que nos deleitamos en una espera que se promete fructífera. Todos estos inconvenientes los he meditado con el tiempo, porque la escena que vivimos ahí, nos alejó de cualquier valoración real. Fue un momento mágico y por eso recomiendo y recomendaré siempre a los espíritus apasionados que acudan a Can Solé.

Únicos acompañamientos permitidos con el  arroz:
All i oli...
...y pá amb tomàquet
Mientras esperábamos el cava recomendado por la casa y el agua, sacamos un raído ejemplar de Los pájaros de Bangkok. Entre sus ajadas hojas leímos por turnos pasajes seleccionados que hablaban de rincones de la ciudad por los que llevábamos días deambulando. La ironía de Carvalho nos hacía atragantarnos. Reímos al conocer al intrépido Biscúter llorando de pena por mendigos y prostitutas del barrio chino, sin duda con una vida más plácida que la suya. Nos pusimos serios al imaginarlo durmiendo junto a su difunta madre en el tanatorio de la ciudad. Nuestras tripas crujieron y protestaron al recrear los festines a los que se enfrentaba una y otra vez el detective. Nos extraviamos por las afueras de un Bangkok nocturno tan inquietante como atractivo. La sombra de Carvalho nos envolvía sin concesiones. Por fin, el camarero nos sacó del ensimismamiento literario. El arroz estaba allí. Nos lo presentaron en la mesa auxiliar como una matrona muestra por primera vez el hijo recién lavado a su madre tras el parto. Una obra de arte a la que atacaríamos por todos los flancos.

El brillo oscuro de las valvas del mejillón aportaba el toque de luz.
El toque crómatico era cosa de la enorme cigala
Sentí como la negrura del arroz a base de la tinta de calamar asustaba al pequeño iletrado en la materia. Pero eso duró hasta que su tenedor seleccionó unos pocos granos de arroz y los introdujo en su boca. Aquello no era literatura. Aquello no eran promesas de futuro. Eso era vida sin tapujos. Realidad en estado puro. Toda la esencia del mar concentrada a base de calamar y almejas de un nivel sin parangón. Reclamamos varias veces la asistencia de los camareros. El pan se quedaba siempre corto, el vino blanco del Penedés (uno es tan cutre que siente pasión por el consabido Viña Esmeralda) sustituyó al difunto cava. A mitad de la ración ya estábamos saciados, pero ese es precisamente el momento de los intrépidos. Comer por hambre responde a una necesidad física, pero hacerlo sin ella representa una de las grandes diferencias entre el ser humano y el animal. Es el momento de la civilización. El ritmo se ralentiza y cada bocado es disfrutado como un acto de culto al ego. Eso no se enseña en la escuela, por desgracia.

Momentos antes del bautismo, cuando todo es una promesa
Con tantos días juntos, mi nene aprendió que si era para gozar de algún placer, non necesitaba pedir permiso. Así que fue él el que con el último bocado negro en la boca llamó la atención del camarero para pedir, sin mirar de nuevo la carta dos cremas catalanas. Pero no lo hizo sin criterio, como lo haría un cualquiera. Consultó antes con severidad sobre si eran caseras o industriales. El tío escondió la lágrima de orgullo y engulló el postre sin mostrar debilidad.

Crema catalana ortodoxa. Azúcar quemado al hierro
La veracidad de lo que viene a continuación la dejo a gusto del consumidor. No sé si serán los efluvios de los buenos y blancos caldos, o la sobredosis de comida ingerida, pero al salir de Can Solé, ambos nos fijamos en la única figura que se acodaba en la pequeña barra del bar que hay junto a la entrada. Un señor enjuto, de una edad indeterminada, se bebía con evidente reseco una larga jarra de Estrella a la vez que masticaba con fruición las croquetas que se disponían geométricamente en su plato. Creo que pensamos lo mismo. Todavía podríamos con ellas. Pero lo realmente curioso ocurrió al salir del restaurante. Los dos detuvimos el paso. Nos miramos y sonreímos a la vez. Nos señalamos con el dedo a modo de reclamo y exclamamos al unísono: ¡Pepe Carvalho!

Barra de bar que recibe a los comensales en Can Solé.
Lugar de apariciones y reposo de espectros
¿literarios o reales?



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