Sobredosis
de bota de vino de Lagata en Le Chemin de la Mature
Uno lo hace poco, pero cuando se pone lo hace bien. Pienso
que el ser humano no ha nacido para disfrutar del esfuerzo físico gratuito,
pero no dejo de reconocer que en ciertas circunstancias reporta un beneficio
inigualable. Como otras muchas medidas compensatorias del desequilibrio
psíquico, el agotamiento físico devuelve, en ocasiones, la calma de espíritu
que tan a menudo nos falta. Las personas excesivas abusamos de cantidad
estímulos evasivos o muletillas que nos hacen la vida más soportable. Fumamos
con fruición, bebemos buenos caldos hasta caer rendidos, comemos sin escuchar
las quejas de nuestros estómagos, leemos sobre historias ajenas hasta dejarnos
la mente y las pestañas, viajamos como peregrinos buscando sin fe soluciones en
lugares lejanos, gastamos esfuerzo y dinero en causas que sabemos que jamás
fructificarán, aporreamos a golpe de pulgar nuestros teclados táctiles con la
vana esperanza de conectar con nuestro interior. Si hacemos todas esas
tonterías para seguir en pie, ¿por qué no exponer nuestros músculos al
agotamiento, para que la mente se libere de sus obsesiones por un sudoroso
tiempo?
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Inicio del viaje |
Mis diatribas de las últimas semanas me impedían razonar, y
hasta dormir, con cierta claridad. Así que, tras comprobar que las medidas y
excesos tradicionales no compensaban las miserias mentales, decidí echarme al
monte y castigar el cuerpo. No puedo decir que lograse el objetivo principal,
pero no fue un experimento del todo infructuoso. Claridad mental no encontré,
pero el vino casero de Lagata y la extenuación me llevaron a un estado alterado
de conciencia de lo más enriquecedor. Conforme avanzaba la etapa fueron
llegando hacia mí referencias del pasado en forma de platos que alguna vez
disfruté y que permanecían arrinconados en algún rincón de mi memoria. Vayamos
por partes.
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Lagata, cuna de buen vino |
He de reconocer que mi falta de experiencia me hizo cometer
un error de dimensiones mayúsculas. No llevaba absolutamente nada de la
equipación imprescindible para la caminata. Las botas impermeables de mis
compañeros se reían a carcajadas de mis viejas Adidas de gastado cuero. Sus
camisetas térmicas y chaquetas transpirables miraban con justo recelo a mi
camiseta de algodón de propaganda y a mi pesada chaqueta de motero. Ni que
decir tiene que no contaba entre mis aperos guantes, gafas de sol, mochila, braga
ni bártulos por el estilo. Así que ignoré las advertencias de los amigos y me
decidí a empezar la ascensión menos conjuntado que John Travolta jugando al
basket en Grease con el peine metido
en su pantaloneta. Buen trago de vino al estómago vacío y hacia arriba.
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Travolta y su cómodo atuendo |
Primer tramo: No tardé más de cien metros, bien picados
hacia arriba, en perder el aliento y sentir el corazón asfixiándome la
garganta. Cada uno de la media docena de ducados que llevaba ya aquel día me
provocaba un pinchazo mortal en el pecho. Decidí lucir sonrisa y resistir hasta
el inminente desmayo. Todo por no reconocer mi lamentable estado físico. El
vino me debió caer a los pies, y desde ahí ascendía en un temblor por las
piernas que se convertía en ardor al llegar al estómago. Con alegría comprobé
que conforme ascendía el camino hacia el sur, en paralelo al río, la
respiración se iba acompasando y los latidos no subían de las doscientas
pulsaciones. El paisaje era tan impresionante que deje de pensar en las
reacciones de mi triste cuerpo. El camino tiene su historia curiosa. El rey
Luis XIV, necesitado de troncos largos para la construcción de su flota, mandó
tallar una pared vertical, abriendo en la pura roca un sendero por el que bajar
los enormes abetos talados en las cumbres. Imaginaba a toda esa gente dejándose
su vida en el pico. Ésos iban peor pertrechados que yo, y lo hacían por orden
del rey, no por voluntad propia. Con una mirada vengativa fuimos dejando atrás
y muy abajo el Fort du Portalet. Digo lo de la mirada por ser el lugar donde
fue recluido un mal bicho. Nada menos que el colaboracionista mariscal Petain.
Imaginármelo ahí, muerto de frío y deshonra, me insuflaba las fuerzas que me
faltaban en la ascensión. No serían más de tres kilómetros encajados en la
roca, pero huelga decir que me parecieron miles. Un breve descanso al llegar a
un encantador hayedo sentaron las bases de lo que me iba a ocurrir aquella
mañana. El recuerdo de un pueblo sometido a tiranía de un caprichoso me llevó
de repente a uno de mis viajes americanos. Nada menos que a la tiranizada Cuba.
Pero no viaje en el recuerdo hacia mis amigos caribeños, ni hacia lugares
exóticos de la Isla, sino a un plato muy especial que disfruté en aquellas
latitudes.
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Camino tallado a pico en la roca |
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Atrás el Fort du Portalet |
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Sinuosa ascensión |
Ocurrió hace unos años,
cuando fui a visitar a un buen amigo a su lugar de trabajo: el Hotel Barceló
del complejo “todo incluido” de Cayo Coco. Uno siempre ha huido de esos antros,
pero la amistad es así de exigente y luciendo pulsera me integré en un grupo
turístico repleto de españoles e italianos. La bienvenida de mis colegas, los
empleados del complejo fue de dimensiones bíblicas. En una bandeja kilométrica
habían guisado junto a kilos de cebolla, tomate y pimiento varias colas de
langosta fileteadas. Los bichos eran frescos del día y la abundancia de la
carne de langosta era tal que la baja calidad de esta especie criada en aguas
cálidas se olvidaba a cambio de la cantidad. Serían varios los kilos de rodajas
de un par de centímetros que llenaban la bandeja. Jamás pensé atracarme de
langosta, pero puedo decir, con cierto pudor, que aquel día dejé langosta en el
plato. Por si fuera poco, el cocinero del complejo les echó una mano currándose
para la ocasión un mantequilloso rissoto que escondió en una lata gigante de
conservas. Todo el menú era surrealista. En especial porque nos dimos el
homenaje en las habitaciones del personal del hotel. Casi me sentía como
Patrick Swaize en aquellas fiestas orgiásticas que aparecían en DirtyDancing. Nuevo tiento al de Lagata
que me despegó la seca garganta al brotar con fuerza de la bota. No me atreví a
declarar que estaba muerto de hambre, pues no llevábamos ni una hora de subida
y el camino era largo.
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Cuerpo de baile notable |
Segundo tramo: Seguramente a las personas normales, esta
etapa de la ascensión, les guste más que la primera, pues discurre por un
entorno natural brutal. Un tupido bosque de hayas que se alternaba con tramos
de clorofílicos helechos y duros matorrales de boj. A mí también me hubiese
encandilado el paseo, pero el barro comenzaba a humedecer las deportivas, la
gruesa chaqueta me provocaba un sudor que me helaba la espalda. Sentía los
mofletes de la cara ardientes y encarnados, y el corazón ya no latía en la
garganta sino que parecía hacerlo en los ojos, pues la visión periférica me
comenzaba a fallar. Pese a todo no me instalé en la queja y continué
aparentando una dignidad que rallaba un embuste histórico. Cómo será de
compleja la mente del ser humano, que el olor húmedo de los helechos me llevó
al Próximo Oriente. A mí me olía todo a perejil, y ningún lugar del mundo
conecta tanto con la hierba en cuestión que Líbano y Siria. Ya hará más de una
década desde mis correrías libanesas y damasquinas, pero en la interminable
ascensión me sentí retornando a las tierras bíblicas. Un lugar donde no se sabe
que se expande más, si el sol, la hospitalidad o los menús. Sentarse a comer en
cualquier mesa supone un ritual incompresible para quien no haya tenido el placer,
Decenas de platillos se amontonan ante el comensal que va probándolos a
discreción. No hay orden establecido, todo es amalgama y adición.
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Cambio de paisaje radical |
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La cima se presenta con promesa de almuerzo |
El exceso
mediterráneo se vive con una naturalidad pasmosa. Y si hay algo que sirva de
conector en todas las elaboraciones, eso es, sin duda, el perejil. Consumido
hasta la extenuación desde el desayuno a la cena, aporta frescura y olor a
cualquier ingrediente. Las hayas se me iban difuminando hasta convertirse en
los Cedros de la Cordillera del Líbano, donde a tres mil metros de altura se
puede jugar con la nieve viendo desde las cumbres el mar a unas decenas de
kilómetros. Del mediterráneo a las estaciones de esquí a un golpe de vista, y
el perejil condimentando la escena. Así llegué hasta los primeros pasos sobre
la nieve. La temida nieve estaba ahí retando a mis zapatillas. ¿Me iba a vencer
el agua? Seguro que no. Para eso llevaba buen vino. Trago que pasó quemando el
esófago y hacia la blancura helada.
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Damasco. Tierra de mezquitas y perejil |
Tercer tramo: Solo me consolaba saber que los kilómetros que
seguían finalizaban en premio. Ya se oía un rumor sobre una futura parada de
almuerzo. Ante la promesa de pan francés y jamón de Teruel, mis pies ignoraron
la humedad, abandonaron Damasco y esperaron la nueva visión.
No tardó en aparecer. La blancura inmaculada de la nieve cegadas mis
desprotegidos ojos. Todo era blanco. Pero en vez de frío, el alcohol estepario
y un cálido recuerdo inundaron de calidez mi recuperada memoria. Y esta vez fue
lejos, quizá demasiado. Leche condensada, leche condesada…
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Atuendo temerario |
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La blancura ocupa todo a mi alrededor |
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Similitud con la leche condensada evidente |
Todo me llevaba a la
empalagosa y azucarada leche condensada. Mi único recuerdo de cuna me retrotrae
a ese sin igual producto. Antes de que las autoridades médicas lo prohíban por
sus cualidades excesivas, quiero compartir mis más antiguos recuerdos. Tumbado
en mi cuna reclamando la atención de mis padres a base de lloros sin
fundamento, ocupaba un servidor de ustedes las largas noches de infancia. El
caso es que a través del método ensayo-error, mis avezados padres descubrieron
que sólo había una cosa en este mundo que conseguía frenar mis lloros. Un
chupete cargadito de leche condensada. Tal fue mi adicción que terminó por
provocarme obesidad infantil, así como dependencia psicológica del azúcar. El
síndrome de abstinencia se presentaba cada pocas horas. Recuerdo el chupete
acercándose a mi boca goteando blancura y prometiendo dulzura hasta límites
desconocidos. Hoy ya nada queda de eso, sólo muy de vez en cuando, en noches de
insomnio, me levanto hacia el frigorífico y me arrojo al moderno bote antigoteo
de La Lechera. Enlazo a base de glucosa con mis dulces orígenes y alcanzo la
paz con la lengua pegada al paladar. La paz me invade y me dispone a afrontar
el sueño. Los kilómetros discurren pero mis pulmones no se llenan del olor a
monte y naturaleza, sino de desvelo de madre acercando la dosis que sabe que
seguro que hará conciliar el sueño de su hijo.
Cuarto tramo: Tras la ansiada parada del almuerzo y el
vaciado completo de la bota, el camino continúa. Hemos hecho cima y ahora toca
bajar. Ya se sabe que hacia abajo hasta…todo corre. El sobrealiento desaparece
para dar paso al dolor. Pude comprobar
que existen músculos en nuestra anatomía que sólo se ejercitan cuesta abajo. Su
despertar provoca pinchazos de protesta y no hay forma humana de apaciguarlos.
El dolor era intenso pero no puedo decir que me provocaba cierta sensación
agradable. Mi relación con las teorías del marqués de Sade no son muy
abundantes, pero suficientes para comprender la gratificación que puede
provocar la sensación de dolor. Esta vez mis fantasmas gastronómicos tenían
nombre azteca. El picante es lo más parecido que conocía a este nivel. Una
sensación agresiva que obliga a activar todos los órganos del cuerpo. Los
sudores, la aceleración del pulso y la respiración, el lagrimeo ilimitado, la
aparición de la sed, la necesidad de desentumecer los músculos.
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Más de medio kilómetro de desnivel
es demasiado para cuerpos holgazanes |
Aquella bajada
de diez kilómetros de pendiente endiablada me acercó al mundo rural mexicano,
donde verdaderamente sobrevive el discurso picante en su esencia más pura.
Chiles poblanos, chipotles y sobre todos ellos, la variedad más rabiosa, el
chile habanero. Amarillo como las hojas de haya tras un invierno seco. Su
aspecto no delata su secreto. Pimientitos pequeños, redondeados y aparentemente
inocentes reúnen todo el picor del mundo en sus carnes. El recuerdo activó mis
cansadas piernas hasta el punto de tomar la cabecera del grupo y acelerar el
ritmo de la marcha. Pisando sobre los dos charcos en los que se habían
convertido mis calcetines empapados, helado por el frío del sudor del ascenso,
ebrio de vino y haciendo la digestión del jamón y el queso como una boa logré
descender a base de chile habanero hasta el punto de partida. El círculo se
cerró. Mis miedos no desaparecieron, pero los recuerdos revividos me recordaron
todas las cosas buenas que la vida nos ha ofrecido, y me advirtieron de que
esto no ha hecho más que empezar. Nuevas aventuras se irán tejiendo, y
conformarán una memoria que será rescatada en alguna nueva ascensión, en alguna
nueva necesidad. Bienvenido a mi vida, amigo cansancio, y vuelve siempre que
quieras, pero con la bota de vino siempre llena.
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Recuerdos de dolor y placer
Bendito Sade |
1 comentario:
¡Qué buenas asociaciones!. Cada tramo, tan bien descrito, nos aporta una imagen reconocida, dónde nos sentimos cómodos draculenado tus sensaciones porque son las nuestras, no te vampirizamos sin más, cada paso es compartido gracias objetos, lugares tan dispares como Travolta, damasco o la leche condensada. ¡Un acierto mayúsculo!
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