martes, 13 de marzo de 2012


Sobredosis de bota de vino de Lagata en Le Chemin de la Mature

Para una información seria y documentada sobre la ruta senderista:
http://www.pirineos3000.com/servlet/DescripcionRutas/IDASCENSION--70--PESTANA--1--ASDES--ASC--ORDENA--3--DESDE--0--HACIADONDE--0--ORD_ANTERIOR--null--VOLVER--U.html 
Uno lo hace poco, pero cuando se pone lo hace bien. Pienso que el ser humano no ha nacido para disfrutar del esfuerzo físico gratuito, pero no dejo de reconocer que en ciertas circunstancias reporta un beneficio inigualable. Como otras muchas medidas compensatorias del desequilibrio psíquico, el agotamiento físico devuelve, en ocasiones, la calma de espíritu que tan a menudo nos falta. Las personas excesivas abusamos de cantidad estímulos evasivos o muletillas que nos hacen la vida más soportable. Fumamos con fruición, bebemos buenos caldos hasta caer rendidos, comemos sin escuchar las quejas de nuestros estómagos, leemos sobre historias ajenas hasta dejarnos la mente y las pestañas, viajamos como peregrinos buscando sin fe soluciones en lugares lejanos, gastamos esfuerzo y dinero en causas que sabemos que jamás fructificarán, aporreamos a golpe de pulgar nuestros teclados táctiles con la vana esperanza de conectar con nuestro interior. Si hacemos todas esas tonterías para seguir en pie, ¿por qué no exponer nuestros músculos al agotamiento, para que la mente se libere de sus obsesiones por un sudoroso tiempo?

Inicio del viaje
Mis diatribas de las últimas semanas me impedían razonar, y hasta dormir, con cierta claridad. Así que, tras comprobar que las medidas y excesos tradicionales no compensaban las miserias mentales, decidí echarme al monte y castigar el cuerpo. No puedo decir que lograse el objetivo principal, pero no fue un experimento del todo infructuoso. Claridad mental no encontré, pero el vino casero de Lagata y la extenuación me llevaron a un estado alterado de conciencia de lo más enriquecedor. Conforme avanzaba la etapa fueron llegando hacia mí referencias del pasado en forma de platos que alguna vez disfruté y que permanecían arrinconados en algún rincón de mi memoria. Vayamos por partes.

Lagata, cuna de buen vino


He de reconocer que mi falta de experiencia me hizo cometer un error de dimensiones mayúsculas. No llevaba absolutamente nada de la equipación imprescindible para la caminata. Las botas impermeables de mis compañeros se reían a carcajadas de mis viejas Adidas de gastado cuero. Sus camisetas térmicas y chaquetas transpirables miraban con justo recelo a mi camiseta de algodón de propaganda y a mi pesada chaqueta de motero. Ni que decir tiene que no contaba entre mis aperos guantes, gafas de sol, mochila, braga ni bártulos por el estilo. Así que ignoré las advertencias de los amigos y me decidí a empezar la ascensión menos conjuntado que John Travolta jugando al basket en Grease con el peine metido en su pantaloneta. Buen trago de vino al estómago vacío y hacia arriba.

Travolta y su cómodo atuendo


Primer tramo: No tardé más de cien metros, bien picados hacia arriba, en perder el aliento y sentir el corazón asfixiándome la garganta. Cada uno de la media docena de ducados que llevaba ya aquel día me provocaba un pinchazo mortal en el pecho. Decidí lucir sonrisa y resistir hasta el inminente desmayo. Todo por no reconocer mi lamentable estado físico. El vino me debió caer a los pies, y desde ahí ascendía en un temblor por las piernas que se convertía en ardor al llegar al estómago. Con alegría comprobé que conforme ascendía el camino hacia el sur, en paralelo al río, la respiración se iba acompasando y los latidos no subían de las doscientas pulsaciones. El paisaje era tan impresionante que deje de pensar en las reacciones de mi triste cuerpo. El camino tiene su historia curiosa. El rey Luis XIV, necesitado de troncos largos para la construcción de su flota, mandó tallar una pared vertical, abriendo en la pura roca un sendero por el que bajar los enormes abetos talados en las cumbres. Imaginaba a toda esa gente dejándose su vida en el pico. Ésos iban peor pertrechados que yo, y lo hacían por orden del rey, no por voluntad propia. Con una mirada vengativa fuimos dejando atrás y muy abajo el Fort du Portalet. Digo lo de la mirada por ser el lugar donde fue recluido un mal bicho. Nada menos que el colaboracionista mariscal Petain. Imaginármelo ahí, muerto de frío y deshonra, me insuflaba las fuerzas que me faltaban en la ascensión. No serían más de tres kilómetros encajados en la roca, pero huelga decir que me parecieron miles. Un breve descanso al llegar a un encantador hayedo sentaron las bases de lo que me iba a ocurrir aquella mañana. El recuerdo de un pueblo sometido a tiranía de un caprichoso me llevó de repente a uno de mis viajes americanos. Nada menos que a la tiranizada Cuba. Pero no viaje en el recuerdo hacia mis amigos caribeños, ni hacia lugares exóticos de la Isla, sino a un plato muy especial que disfruté en aquellas latitudes.  

Camino tallado a pico en la roca
Atrás el Fort du Portalet
Sinuosa ascensión
Ocurrió hace unos años, cuando fui a visitar a un buen amigo a su lugar de trabajo: el Hotel Barceló del complejo “todo incluido” de Cayo Coco. Uno siempre ha huido de esos antros, pero la amistad es así de exigente y luciendo pulsera me integré en un grupo turístico repleto de españoles e italianos. La bienvenida de mis colegas, los empleados del complejo fue de dimensiones bíblicas. En una bandeja kilométrica habían guisado junto a kilos de cebolla, tomate y pimiento varias colas de langosta fileteadas. Los bichos eran frescos del día y la abundancia de la carne de langosta era tal que la baja calidad de esta especie criada en aguas cálidas se olvidaba a cambio de la cantidad. Serían varios los kilos de rodajas de un par de centímetros que llenaban la bandeja. Jamás pensé atracarme de langosta, pero puedo decir, con cierto pudor, que aquel día dejé langosta en el plato. Por si fuera poco, el cocinero del complejo les echó una mano currándose para la ocasión un mantequilloso rissoto que escondió en una lata gigante de conservas. Todo el menú era surrealista. En especial porque nos dimos el homenaje en las habitaciones del personal del hotel. Casi me sentía como Patrick Swaize en aquellas fiestas orgiásticas que aparecían en DirtyDancing. Nuevo tiento al de Lagata que me despegó la seca garganta al brotar con fuerza de la bota. No me atreví a declarar que estaba muerto de hambre, pues no llevábamos ni una hora de subida y el camino era largo.

Cuerpo de baile notable
 Segundo tramo: Seguramente a las personas normales, esta etapa de la ascensión, les guste más que la primera, pues discurre por un entorno natural brutal. Un tupido bosque de hayas que se alternaba con tramos de clorofílicos helechos y duros matorrales de boj. A mí también me hubiese encandilado el paseo, pero el barro comenzaba a humedecer las deportivas, la gruesa chaqueta me provocaba un sudor que me helaba la espalda. Sentía los mofletes de la cara ardientes y encarnados, y el corazón ya no latía en la garganta sino que parecía hacerlo en los ojos, pues la visión periférica me comenzaba a fallar. Pese a todo no me instalé en la queja y continué aparentando una dignidad que rallaba un embuste histórico. Cómo será de compleja la mente del ser humano, que el olor húmedo de los helechos me llevó al Próximo Oriente. A mí me olía todo a perejil, y ningún lugar del mundo conecta tanto con la hierba en cuestión que Líbano y Siria. Ya hará más de una década desde mis correrías libanesas y damasquinas, pero en la interminable ascensión me sentí retornando a las tierras bíblicas. Un lugar donde no se sabe que se expande más, si el sol, la hospitalidad o los menús. Sentarse a comer en cualquier mesa supone un ritual incompresible para quien no haya tenido el placer, Decenas de platillos se amontonan ante el comensal que va probándolos a discreción. No hay orden establecido, todo es amalgama y adición.

Cambio de paisaje radical
La cima se presenta con promesa de almuerzo
El exceso mediterráneo se vive con una naturalidad pasmosa. Y si hay algo que sirva de conector en todas las elaboraciones, eso es, sin duda, el perejil. Consumido hasta la extenuación desde el desayuno a la cena, aporta frescura y olor a cualquier ingrediente. Las hayas se me iban difuminando hasta convertirse en los Cedros de la Cordillera del Líbano, donde a tres mil metros de altura se puede jugar con la nieve viendo desde las cumbres el mar a unas decenas de kilómetros. Del mediterráneo a las estaciones de esquí a un golpe de vista, y el perejil condimentando la escena. Así llegué hasta los primeros pasos sobre la nieve. La temida nieve estaba ahí retando a mis zapatillas. ¿Me iba a vencer el agua? Seguro que no. Para eso llevaba buen vino. Trago que pasó quemando el esófago y hacia la blancura helada.

Damasco. Tierra de mezquitas y perejil
Tercer tramo: Solo me consolaba saber que los kilómetros que seguían finalizaban en premio. Ya se oía un rumor sobre una futura parada de almuerzo. Ante la promesa de pan francés y jamón de Teruel, mis pies ignoraron la humedad, abandonaron Damasco y esperaron la nueva visión. No tardó en aparecer. La blancura inmaculada de la nieve cegadas mis desprotegidos ojos. Todo era blanco. Pero en vez de frío, el alcohol estepario y un cálido recuerdo inundaron de calidez mi recuperada memoria. Y esta vez fue lejos, quizá demasiado. Leche condensada, leche condesada… 

Atuendo temerario
La blancura ocupa todo a mi alrededor
Similitud con la leche condensada evidente
Todo me llevaba a la empalagosa y azucarada leche condensada. Mi único recuerdo de cuna me retrotrae a ese sin igual producto. Antes de que las autoridades médicas lo prohíban por sus cualidades excesivas, quiero compartir mis más antiguos recuerdos. Tumbado en mi cuna reclamando la atención de mis padres a base de lloros sin fundamento, ocupaba un servidor de ustedes las largas noches de infancia. El caso es que a través del método ensayo-error, mis avezados padres descubrieron que sólo había una cosa en este mundo que conseguía frenar mis lloros. Un chupete cargadito de leche condensada. Tal fue mi adicción que terminó por provocarme obesidad infantil, así como dependencia psicológica del azúcar. El síndrome de abstinencia se presentaba cada pocas horas. Recuerdo el chupete acercándose a mi boca goteando blancura y prometiendo dulzura hasta límites desconocidos. Hoy ya nada queda de eso, sólo muy de vez en cuando, en noches de insomnio, me levanto hacia el frigorífico y me arrojo al moderno bote antigoteo de La Lechera. Enlazo a base de glucosa con mis dulces orígenes y alcanzo la paz con la lengua pegada al paladar. La paz me invade y me dispone a afrontar el sueño. Los kilómetros discurren pero mis pulmones no se llenan del olor a monte y naturaleza, sino de desvelo de madre acercando la dosis que sabe que seguro que hará conciliar el sueño de su hijo.



Cuarto tramo: Tras la ansiada parada del almuerzo y el vaciado completo de la bota, el camino continúa. Hemos hecho cima y ahora toca bajar. Ya se sabe que hacia abajo hasta…todo corre. El sobrealiento desaparece para dar paso al dolor. Pude  comprobar que existen músculos en nuestra anatomía que sólo se ejercitan cuesta abajo. Su despertar provoca pinchazos de protesta y no hay forma humana de apaciguarlos. El dolor era intenso pero no puedo decir que me provocaba cierta sensación agradable. Mi relación con las teorías del marqués de Sade no son muy abundantes, pero suficientes para comprender la gratificación que puede provocar la sensación de dolor. Esta vez mis fantasmas gastronómicos tenían nombre azteca. El picante es lo más parecido que conocía a este nivel. Una sensación agresiva que obliga a activar todos los órganos del cuerpo. Los sudores, la aceleración del pulso y la respiración, el lagrimeo ilimitado, la aparición de la sed, la necesidad de desentumecer los músculos. 

Más de medio kilómetro de desnivel
es demasiado para cuerpos holgazanes
Aquella bajada de diez kilómetros de pendiente endiablada me acercó al mundo rural mexicano, donde verdaderamente sobrevive el discurso picante en su esencia más pura. Chiles poblanos, chipotles y sobre todos ellos, la variedad más rabiosa, el chile habanero. Amarillo como las hojas de haya tras un invierno seco. Su aspecto no delata su secreto. Pimientitos pequeños, redondeados y aparentemente inocentes reúnen todo el picor del mundo en sus carnes. El recuerdo activó mis cansadas piernas hasta el punto de tomar la cabecera del grupo y acelerar el ritmo de la marcha. Pisando sobre los dos charcos en los que se habían convertido mis calcetines empapados, helado por el frío del sudor del ascenso, ebrio de vino y haciendo la digestión del jamón y el queso como una boa logré descender a base de chile habanero hasta el punto de partida. El círculo se cerró. Mis miedos no desaparecieron, pero los recuerdos revividos me recordaron todas las cosas buenas que la vida nos ha ofrecido, y me advirtieron de que esto no ha hecho más que empezar. Nuevas aventuras se irán tejiendo, y conformarán una memoria que será rescatada en alguna nueva ascensión, en alguna nueva necesidad. Bienvenido a mi vida, amigo cansancio, y vuelve siempre que quieras, pero con la bota de vino siempre llena.   

Recuerdos de dolor y placer
Bendito Sade

1 comentario:

Comedieta dijo...

¡Qué buenas asociaciones!. Cada tramo, tan bien descrito, nos aporta una imagen reconocida, dónde nos sentimos cómodos draculenado tus sensaciones porque son las nuestras, no te vampirizamos sin más, cada paso es compartido gracias objetos, lugares tan dispares como Travolta, damasco o la leche condensada. ¡Un acierto mayúsculo!