lunes, 23 de enero de 2012

Restaurante Kaskazuri de San Sebastián (Cuatro días y cuatro bacalaos I/IV)

Cuatro días, cuatro bacalaos y un borrador de relato mediterráneo I/IV

La jugosidad con la que se sirve esta enorme pieza de bacalao
no la hace recomendable para espíritus timoratos
y amantes del pescado muy pasado
Advertencia
Lo bueno de disfrutar de un blog es que uno se puede permitir ciertas frivolidades como la que hoy quiero comenzar aquí. Tenía mis dudas sobre cómo hacer coincidir varios intereses que me rondaban por la cabeza. Platos a base de bacalao disfrutados en tierras lejanas, restaurantes que ya son referencias para mí por motivos casi siempre sentimentales y un bosquejo de relatito épicoesquizofrénico eran las obsesiones que me llevaban de cabeza hacia el frenopático. Así que decidí no darle más vueltas. Durante cuatro días exhibiré aquí una delicia de bacalao disfrutada en un lugar privilegiado junto a una parte del relato. Espero que el cuarteamiento no merme la intensidad de lo que significan para mí esos sabores, lugares e historias. Sin más aquí va el primer bacalao y el principio de la historia:
Acogedor, luminoso y moderno interior del restaurante
Bacalao con salsa de pimientos del Restaurante Kaskazuri en San Sebastián
http://www.kaskazuri.com/
Si me decido a seleccionar esta propuesta como una de mis referencias bacaladeras no es tanto por su originalidad ni por su calidad (que sin duda la tiene), sino por motivos más subjetivos. Identifico el local con el principio de una de mis grandes amistades, por lo tanto su recuerdo me evoca el de una persona muy querida. Es difícil precisar el momento en que una relación personal se transmuta en una de amistad. En el caso al que me refiero aquí, la línea es más bien difusa, pero podría afirmar con rotundidad, que delante de esta hermosa pieza de bacalao se fraguó el origen de una relación especial, inclasificable e insustituible. Resultado de ella cientos de buenas botellas y bocados especiales; viajes iniciáticos y postales exóticas; sobredosis surrealista y discusiones bizantinas. Un buen lugar para comenzar. San Sebastián, urbe de cine, jazz, sal y bacalao.
En la zona vieja de Donostia.
Un privilegio al alcance de muy pocos
El restaurante Kaskazuri de Donosti tiene dos puntos fuertes: está situado en un entorno privilegiado y presenta un interior diáfano, luminoso y decorado con buen gusto. Si es posible se debe elegir una de las mesas que se disponen delante de las amplias cristaleras. Desde allí se puede disfrutar de unas de las vistas más hermosas de la playa de Gros, así como aparece en toda su rotundidad la silueta desafiante del Kursal. Si uno pierde la mirada sobre el mar unos minutos corre el riesgo de caer en un estado de hipnosis provocado por el ir y venir del bravo oleaje. El blanco de la espuma de la cresta de las olas nos evoca el nombre del local. Kaskazuri es un término que en castellano podríamos traducir por canoso. Lo cierto es que el nombre proviene del color del pelo del fundador, pero a mí me gusta creer que se refiere al de las olas que rompen a sus pies. Será romanticismo, casualidad o fruto del cariño que siento por el local.
Las vistas son su fuerte

Localización y situación

Relato épico mediterráneo sin título (Parte I/IV)
Tras demasiados amaneceres a sus espaldas Hilario todavía no se explicaba cómo ni dónde se fabricaba el color azul que en unos minutos lo inundaba todo. Desde que alcanzaba a recordar aquel había sido su primer pensamiento del día. Salía de la casa a oscuras, pues ni tan siquiera encendía la bombilla que colgaba de un alambre bajo las parras que hacían de porche y entrada. Sorteaba la mesa y las sillas desordenadas de la noche anterior y se acercaba al acantilado para liarse el primero de los cigarrillos. Ahí, de pie, retorciendo el crujiente papelillo sobre las hebras oscuras, intentaba divisar la difusa línea del horizonte para no perderse el momento en el que el sol comenzaría a despertar. La intimidad de aquel ritual hacía creer al anciano que él era el único al que el astro permitía observar el espectáculo. Nada interrumpía la paz del instante de la aparición, pero aquella mañana había algo en la mente del pescador que le perturbaba desde sus entrañas. No comprendía la inquietud con la que se había despertado. No lo recordaba pero había tenido un sueño. No era como aquellas pesadillas que le hacían saltar del jergón en su infancia, cuando el recuerdo de la madre le visitaba en lo más profundo del reposo. Entonces despertaba sudando y asfixiado, y ese día aunque con cierto desazón en la boca, su espalda no estaba empapada. Achacó el mal gusto a la picada de ajo y aceite con la que embadurnó la media docena de sardinas que había cenado. Incluso llegó a sentir la presencia de su esposa, que ya no le venía a acompañar desde hacía muchos años. Recordó a la pequeña y poderosa mujer recriminándole el abuso que hacía siempre del ajo y la sal. La observó con nitidez erguida en medio de la sala advirtiéndole que hiciera lo que le viniese en gana, pero que aquello le iba a llevar a la tumba antes de tiempo. Sonrió Hilario por la paradoja de que ella se había ido dos décadas antes que él, que insistentemente picaba los dientes que pendían en largas rastras sobre la mesa del comedor. Lo cierto es que algo había cambiado, pues desde que se quedó sólo las paredes se le venían encima, y decidió pasar los atardeceres sentado en la mesa del porche, en vez de en el cálido interior.
Sólo y fumando ante el abismo esperó hasta que la lejana línea que separa el cielo del mar fue dibujándose como si nunca hubiese estado allí. Los tonos oscuros de la noche se abrieron, al principio con timidez y luego con decisión, en un mar de arcoíris que duraba un abrir y cerrar de ojos. Aquel era el momento del parto, el que le hubiese gustado detener como en una fotografía viva. No había visto nacer a nadie, pues a su pequeña le dio por hacerlo cuando estaba en plena faena, pero aquello debía parecerse mucho. Hilario aun no lo sabía pero estaba a punto de presenciar su primer alumbramiento. Al menos él siempre lo consideraría de este modo. Lo más espectacular fueron los preliminares. El mar literalmente se detuvo. El Levante cesó y una sensación de bochorno, extraña a esas horas, lo inundó todo. El humo del tabaco negro le provocó, al rozar sus ojos, un picorque los humedeció hasta hacer brotar unas lágrimas. Lo más impresionante fue cuando observó incrédulo cómo desaparecían las olas que golpeaban el acantilado. El mar se tornó en balsa. Los brillos blanquecinos de la espuma desaparecieron. El anciano inconscientemente contuvo la respiración y el parpadeo el tiempo que duró la calma. Un crujido seco, que tiempo después descubrió que se pudo oír en todos los pueblos de la costa, surgió de las profundidades. El mar parecía retorcerse en su interior mientras el sol ya coloreaba la extraña postal. El segundo sonido ya no se parecía a un trueno sino que fue mucho más agudo y animal. Un quejido de dolor que sobresaltó al espectador. Tras él el viento regresó con fuerza y una gran ondulación de agua se fue formando a unos cientos de metros. Desde allí y convertida en una inmensa ola se abalanzó sobre el acantilado con tanta furia que la espuma se elevó por encima de la cabeza del anciano tras el choque. Tras ella la normalidad se recompuso, pero esta vez en forma de acompasadas olas que volvieron a imprimir el ritmo a la vida de la costa. El pitillo se le había consumido entre sus agrietados labios así que escupió para quitarse la colilla y el mal sabor de boca que le acompañaba desde la noche.
En la zona era una imagen bastante habitual, pero Hilario seguía sobrecogiéndose cada vez que volvía a verla. Ya contaba por decenas las veces que había tenido que ayudar a sacar los hinchados cuerpos de los ahogados de la playa. Era una tarea que la gente del mar hacía sin que ninguna autoridad se lo pidiese. Bajaban a la playa y se distribuían a lo largo de la orilla. Avanzaban como mariscadores para abarcar el mayor espacio posible. Cuando aparecía uno de los cuerpos lo sacaban arrastras entre varios y los iban depositando sobre la arena seca de la playa. Cuerpos negros que se tornaban azulados por la asfixia y el frío. La mayor parte de las veces eran de jóvenes varones, pero en ocasiones los cuerpos de mujeres y niños flotaban deformados entre las algas que el mar vomitaba por las mañanas. Se avecinaba otra mañana de luto, pensó el viejo cuando divisó el bulto enmarañado sobre una gran roca bajo sus pies. No era normal encontrar cadáveres en esa zona, pues lo habitual es que se estrellasen en las afiladas piedras y fuesen expulsados hacia el sur, a la zona de arena frente al pueblo. Aquel lo debió de sacar a la superficie la gran ola que estalló minutos antes concluía mientras descendía saltando como una cabra en su busca. Conocía el camino, pues la enorme roca sobre la que se encontraba el cuerpo le servía en ocasiones para sentarse a echar la caña cuando reinaba la calma. Como una víctima sacrificada en un altar encontró el pescador a aquella maraña de huesos. No era el color que tantas veces había visto. En esa ocasión el cuerpo era pálido, casi blanquecino, y no estaba hinchado, sino lleno de aristas recortadas por los huesos. Estaba tumbado boca abajo. Las paletillas que le sobresalían por la espalda parecían querer romper la capa fina de piel que las protegía. Las piernas, por delgadas, parecían de una largura extrema, y se retorcían entre sí en un nudo gordiano. El marinero se acercó con precaución, pues la roca estaba húmeda. Giró el cuerpo y la impresión fue en aumento, pues unos pómulos picudos casi impedían asomarse a los ojos, que se intuían al fondo de unas profundas cuencas. No era ese el aspecto de un ahogado. Aquello era distinto. Por ello sujetó la cabeza con las dos manos y acercó sus mejillas a su boca entreabierta. No tardó en apreciar un aliento cálido y sereno. Tampoco el cuerpo estaba frío. Sin pensarlo dos veces cargó el cuerpo sobre su hombro. El peso era mínimo y pudo ascender sin dificultad hasta la casa. La mente le funcionaba a toda velocidad, pero la primera impresión que tuvo sobre lo que había ocurrido esa mañana se confirmaba con más y más fuerza. Un parto. Acababa de asistir a su primer parto.
Dos días bastaron a Hilario para acostumbrarse a una nueva rutina. La actividad borró de su mente los fantasmas que últimamente venían a visitarle, y que consideraba como la antesala de la muerte. Tras acomodar en el camastro al recién llegado comprobó que su aspecto no era del todo lastimoso. Su cuerpo se encontraba desnutrido pero el color y la frescura de su piel denotaban un estado saludable. Los ojos perdieron pronto el color rojizo y la irritación causada sin duda por la sal, dejando paso a un brillo azul engarzado en unas orlas tan blancas que asustaba aguantar aquella mirada. Tres vasos de agua bastaron para calmar una sed que parecía quemarle la garganta. Tras beber la respiración volvió a ser acompasada y tranquila. Incapaz de aguantar por sí mismo el peso de su cabeza se desvaneció sobre el mullido almohadón y se sumió en un sueño profundo que imprimió a su rostro un gesto sereno. Tras comprobar que no era necesaria la asistencia médica, el pescador se apuró en bajar a toda velocidad al pueblo para comprar todo lo necesario para la recuperación. En la casa tenía lo suficiente para sobrevivir. Apenas necesitaba comprar nada. Horneaba diariamente su pan, cultivaba meticulosamente un huerto en la parte de atrás que le proporcionaba casi todo lo que consumía en su dieta. El pescado se lo seguía suministrando la cofradía de pescadores, como a todos los antiguos miembros. La paga de jubilación de un pescador era irrisoria, por ello la tradición hacía reservar en la lonja una parte de la pesca diaria para pescadores retirados. Hilario no abusaba de su condición y bajaba sólo un par de veces a la semana a por el pescado fresco que fuese a necesitar. Por ello se extrañaron al verle aparecer aquella mañana con un cubo enorme que comenzó a llenar de morralla para hacer caldo, sardinas, dos enormes sepias y varios puñados de hermosas gambas vivas recién llegadas esa mañana. Más perplejos dejó a los pescadores que organizaban en cajas la mercancía cuando desplegó una inmensa malla y la comenzó a llenar de pequeños y carnosos mejillones y varias cigalas que por su precio mereció un cruce de miradas entre los cófrades que observaban la escena. Por si fuera poco el viejo siguió recorriendo los pasillos del almacén buscando un nuevo objetivo, que halló ante unas cajas que alojaban las brillantes y tersas caballas. Esta vez solicitó a un joven ataviado con un ensangrentado delantal que le alcanzara dos piezas bien hermosas. Éste lo hizo sin titubear y tras recibir instrucciones con la mirada de uno de los responsables respondió con un gesto de rechazo cuando el veterano pescador desanudó la cartera con intención de pagar aquello que se llevaba.
En el mercado de la plaza tampoco pasó desapercibido. Su comanda habitual se limitaba a un par de curadas sobrasadas con las que el solitario pescador comenzaba la jornada todos los días. Alguna vez se llevaba unos cuantos chorizos bien picantes que colgaba junto a los ajos, los tomates y las ñoras que secaba con el sol del final del verano de una viga del comedor, y le servían como apaño de algún guiso que se permitía en días muy señalados. Por eso dio que hablar a las mujeres que se agolpaban frente a la cámara que servía de mostrador de la carnicería cuando pidió que le prepararan varias ristras de longaniza fresca para asar y dos gruesos cortes de solomillo de ternera. Eligió de las estanterías  que vestían la pared lateral una maza de jamón envasada sin mirar la etiqueta del precio y dos paquetes de morcilla de arroz que dejó a la concurrencia sin aliento.
- ¿Vas a recibir visita, Hilario?- preguntó con habilidad la dependienta- ¿O es para ti solo?
El pescador era consciente de que aquellas mujeres le consideraban medio loco, pero esa condición le venía muy bien para no tener que dar demasiadas explicaciones. Así que contestó con un gruñido incomprensible, y tras pagar, con unos billetes que costó despegar de una billetera que se había acostumbrado a alojarlos durante mucho tiempo, abandonó el local ante la mirada descarada de la clientas. Cargado como pocas veces regresó a su casa bajo el sol del mediodía.

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