martes, 24 de enero de 2012

Restaurante La Bota Alta de Lisboa (Cuatro días y cuatro bacalaos II/IV)

Cuatro días, cuatro bacalaos y un borrador de relato mediterráneo II/IV

Bacalao à brás del Restaurante La Bota Alta.
Máximo respeto a la ortodoxia
Bacalao à brás del Restaurante La Bota Alta en Lisboa

Otra de las referencias gastronómicas que descubrí recientemente y que aún así ya se ha instalado en un rinconcito de mi corazón es este pequeño y muy frecuentado restaurante lisboeta. Aunque mis fuentes me indican que una tremenda renovación se llevó por delante el sabor tradicional que tenía, puedo asegurar que tanto su carta como el toque que dan a sus platos es de un nivel al alcance de muy pocos. El ambiente es enloquecedor. Las mesas aparecen y desaparecen en cualquier esquina o pasillo. Las generosas bandejas de pescado pasan en equilibrio sobre las cabezas de los comensales. La locura se apodera todas las noches del local, para deleite de quienes nos echamos a la calle en busca de humanidad. Los que disfrutamos de silencio hogareño buscamos movimiento al salir a la calle, y éste es sin duda uno de nuestros templos. Se encuentra en el Barrio Alto, concretamente en la Travessa da Queimada 37. Allí aparece casi escondido, en una falsa timidez.

Acogedor y caótico.
Animación asegurada

Entrantes pantagruélicos
El bocado que reservé para la ocasión era el tradicional bacalao à brás. Llevaba días reprimiendo mi deseo de calzarme una buena ración para disfrutarlo ahí, pues había oído de su buen hacer en el tema. El mundo se divide entre los amantes del huevo casi en estado crudo y quienes odian su verdadero sabor y lo quieren bien cuajado. Pertenezco desde mi nacimiento a la estirpe más extremista del primer modelo, y los informes que recibí del lugar no podían ser más acertados: allí se atrevían a desafiar la legislación comunitaria que exige machacar el huevo con una temperatura devastadora. El huevo, en este caso, aparece en forma de delicada crema templada que impregna las patatas que luchan en una inútil resistencia para no perder su crujiente. Lo llevan claro, pensé. Es cierto que el bacalao estaba algo pasadete, pero ese es el gusto luso como pude comprobar, y ya se sabe que, allá donde fueres, haz lo que vieres. Si a todo ello le añadimos otra osadía, la comunión con el espíritu del local fue total: llevaba cebolla. La máxima diferencia entre este plato en su versión portuguesa o española era la ausencia o presencia de cebolla. Yo la prefiero con ella.

Ambiente cargado y humano

Sólo por quedar bien y defender la valentía española
me calcé este Bolo Real.
Todo por la causa
Relato épico mediterráneo sin título (Parte II/IV)
Llenaba el porrón de vino, que siempre descansaba sobre la mesa, con más alegría, pues aunque todavía no hubiese visto beber del mismo al joven naufrago sabía que lo hacía habitualmente, pues si antes lo rellenaba una vez al día, desde la llegada del desconocido se veía obligado a acudir a la pipa varias veces por jornada.  Acostumbrado al silenció no sólo no le extrañó que el joven no intentase conversar con él, sino que lo agradeció. La simpatía por el muchacho que ya comenzaba a incorporarse de la cama, iba en aumento. Seguía desde su silla de mimbre a la triste figura en sus paseos por el comedor como el padre lo hace con su retoño en los primeros pasos. La única comunicación era a través del intercambio de sonrisas que se regalaban constantemente. Pero había algo que todavía inquietaba al viejo y no conseguía explicar la razón. Aquella mirada parecía de otro mundo. Cada vez que fijaba los ojos  en él se sentía escrutado en lo más íntimo. Como si aquellos ojos extraños fuesen capaces de ver más allá de los cuerpos. Por lo demás la convivencia rejuveneció a Hilario. Se sintió tan vivo que incluso volvió a apetecerle uno de los hábitos que abandonó hacía años. Tras quedarse viudo comprobó que había algo que le hacía salir, por unos momentos, de la pena que le asfixiaba el pecho y apuñalaba las tripas, la marihuana. Cuando el duelo se terminó en transformar en vacío abandonó la costumbre de liarse un par de porros cada noche después de cenar. El sueño regresó, y con él, el tabaco de pastilla volvió a ser su único compañero de velada. Cuando escuchó una noche a los chicos trasteando por el huerto, un apetito renovado le hizo levantarse de la silla y salir a saludarles. Años atrás les había abierto brechas en la cabeza a casi todos ellos a base de pedradas. Le robaban los melones y los melocotones y les correspondía con el cobro en sangre, pero la paz se selló por interés mutuo. Las condiciones negociadas eran sencillas. Con su maña para las plantas cuidaría de una pequeña plantación, y el cobertizo de madera que servía de almacén de la herramienta haría de secadero de los cogollos. A cambio, aquella cuadrilla de animales respetaría su huerto, le suministraría las mejores semillas y le daría una parte de lo recolectado cada temporada. De ahí nació una relación de respeto entre el viejo y la juventud del pueblo. Hasta tal punto que, cuando Hilario abandonó el consumo de María, continuó cultivando las plantas año tras año por simpatía hacia los chavales, y porque si no había faltado a su palabra jamás, no iba a comenzar a las puertas de la tumba. Los muchachos supieron ser generosos y al paquetito de verdosa hierba deshidratada añadieron con generosidad una buena piedra arenosa y pastosa de polen de haschisch. En la intimidad de la noche, sentados en el porche, sólo la protectora luna acompañó a la pareja en sus delirios. Esperó un gesto de rechazo cuando le ofreció un canuto recién prendido al joven risueño, pero la sorpresa no fue tanto que aceptó el ofrecimiento como que aquel cigarrillo jamás regresó. Tampoco lo hicieron los siguientes, que el convaleciente aspiró con fuerza.
Donde no hubo tanta compatibilidad fue en el tema del vestuario, pues Hilario, aunque bien conservado por una vida activa y una alimentación relativamente sana, había echado bastante barriga y su aspecto era, lo que se puede decir, algo achaparrado. El invitado tenía una altura desmesurada de por sí, pero todavía se incrementaba la sensación por la extrema delgadez de la que los potajes del anciano no le hacían salir. Así que encontraron en el armario unos pantalones de faena que ya no le entraban en la cintura al pescador y que, aun así, tuvieron que anudar con una lazada para que no se vinieran abajo. Una camisa blanca recia que comenzaba a amarillear y unas de las alpargatas de quita y pon de Hilario completaron la indumentaria del extraño mientras duró su estancia en la casa del acantilado. Tanto se acostumbró a la compañía de aquel personaje y a los paseos que daban por los alrededores al atardecer que, sin ser consciente de ello, comenzó a ver su vida futura acompañado e incluso a imaginar planes de futuro. Pensó que ya que venía del mar, ese sería un buen lugar para que se ganase la vida. Le enseñaría todo lo que sabía para sobrevivir en él como la tradición mandaba que hiciesen los pescadores con sus hijos. Un día despertó con una imagen que le puso en guardia y le llevó a preguntarse si todo aquello no serían los delirios de un anciano demasiado acostumbrado a la soledad. Se soñó sonriendo con un nuevo traje, cuando el único que había vestido en su vida fue el que sirvió para los tres días más ceremoniales de su vida. Lo guardaba entre plásticos colgado en el armario, y sólo lo sacaba cuando la melancolía era insoportable y le exigía devorar su alma añadiendo más dolor. Lo había lucido en el día de su boda con una jovencita de la capital a la que sólo conocía por fotografías y a través de unas cartas de compromiso de las que siempre dudó su autoría. La cosa no le fue mal a los dos desconocidos. El noviazgo transcurrió durante los dos o tres primeros años de matrimonio. Después se acostumbraron el uno al otro y convivieron como cualquier familia de marineros. Disfrutaron de una preciosa y frágil hija durante casi veinte años, los que tardó en marchitarse como las flores más blancas y frescas. A punto de su jubilación se vio obligado a desempolvar y planchar el traje en dos amargas ocasiones, cuando enterró a su niña y cuando, meses después, lo hizo con su esposa. En el sueño de aquella noche el traje del armario fue sustituido por uno claro y brillante. Se veía repartiendo puros entre los invitados al banquete, que le felicitaban con grandes abrazos hasta que, de repente, los músicos dejaban de tocar para llamar la atención de la entrada de los novios. No le dio tiempo para fijarse en ella, pero una figura alta, mucho menos huesuda que la que conocía, irrumpía en el salón sonriente. La tez estaba morena como la de todo marinero, y recogía su larga melena con una coleta que estiraba sus cabellos hacia atrás evitando que se viniesen sobre el rostro. Al despertar comprendió que estaban creciendo en él unas ilusiones que, a la larga, sólo le iban a provocar dolor. Hacía menos de un mes desde que le rescató. Demasiado temprano para haberlo integrado de pleno derecho en el seno de su familia. Achacó la desmesurada fantasía a la falta de comunicación. Al principio le extrañó que el náufrago no emitiese una sola palabra, pero fue algo que achacó al impacto del accidente. Con el paso de los días el silencio siguió reinando en el hogar por lo que dedujo que sería extranjero y no comprendía las pocas frases que le dirigía. Pero al constatar que no hablaba ni despierto ni en sueños, y de que ni tan siquiera se trataba de comunicar con gestos, una nueva inquietud creció en él. El único código por el que ambos se entendían era la mirada. Ya no le costaba aguantársela y se dio cuenta de que podía comprenderle con sólo observar aquellas perlas azules que brillaban en el fondo de sus cuencas huesudas. No podía culpar al extraño pero el sueño de la ceremonia le sacó de sus casillas. Arrojó la colcha con la que cubría en el estrecho colchón donde ahora dormía y se dirigió algo mareado hacia el grifo de la cocina. Llenó un vaso de agua que apuró de un largo trago que despegó las paredes de su garganta. Sin pensarlo entró en el dormitorio donde había instalado al convaleciente y le despertó agarrándole por la melena que se desplegaba por toda la blanca almohada.
-Habla, maldito, habla de una vez- le gritó una vez que abrió los ojos.
La respuesta no pudo ser otra, el silencio. Pero esa vez transmitió mucho más de lo que el pescador pretendía. Una mirada que no demostraba temor ni tensión. Una respuesta azulada se impuso a la negrura de la habitación. De repente la luna iluminó la escena a través de las cortinas de gasa. Unos ojos serenos no opusieron resistencia a la furia de Hilario, que conforme fue consciente de la situación aflojó los puños y soltó los cabellos que estiraba con fuerza.
-No te preocupes, pronto me iré- Nadie pronuncio esas palabras, pero se repetían una y otra vez en el interior del viejo. El silencio le estaba matando, pero las palabras de presagio no le hicieron más feliz. Desde aquella noche el marinero siguió disfrutando de los momentos de compañía que le regalaba aquel ser, pero alejó de sí las ilusiones para futuro, pues si de algo estaba ya seguro era que le iba a perder de un momento a otro.
La ocasión llegó en el momento menos esperado. Estaba seguro de que la partida del extraño sería tan repentina como su llegada. Un día no estaría ahí, y sin posibilidad de despedida debería adaptarse de nuevo a una vida en soledad. Lo tenía asumido. En ningún caso pudo imaginarse cómo ocurriría, en realidad, la dolorosa separación. La Guardia Civil pisándoles los talones y él, azuzando a su invitado entre las cortantes rocas de los acantilados, huyendo hacia el norte bajo una fría noche del incipiente invierno.
Primer plano definitivo del bacalao à brás

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