Son muy comunes entre el gremio de los historiadores las expresiones "Historia maestra de vida" o más en detalle "la Historia ayuda a entender el presente y a proyectar el futuro". Personalmente, y como miembro cada día más desafecto de la profesión estoy más o menos de acuerdo con ello. Más o menos porque lo cierto es que se quedó en una abstracción muy bonita, pero nada más.
Como buen representante de una generación que se educó con la televisión (y gracias a ella), necesitaba algo más práctico para que me ilustrara esa teoría. ¿Qué aprender de una batalla, de un orden social, de una decisión política, de una crisis económica ...? Lo cierto es que me costaba mucho ver el valor práctico del conocimiento del pasado para mejorar el mundo. Pero el otro día un ejemplo cotidiano me ayudó a entender la idea en todas sus facetas, nada menos que la receta de la salsa reina, el all i oli.
Mi relación con la salsa comenzó en mi infancia, claro está que como aragonés, ésta venía con otra denominación: ajoleo. Mis primeros recuedos familiares se encuentan en torno a una mesa de domingo, donde mi abuela y las mujeres de la familia (el machismo de aquellos tiempos lo machacaremos otro día) alternaban cada semana rancho de caracoles o de conejo, y los días especiales de las dos cosas. Pero lo que recuerdo con mayor claridad eran los varios platillos que, dispuestos en la mesa para que todo el mundo los pudiese alcanzar, rebosaban una pasta amarilla y muy espesa. Lo cierto es que en la zona de los niños era raro ver el ajoleo porque, imagino, lo consideraban un sabor demasiado fuerte para nuestros paladares. Por eso les extrañaría cada vez que yo me levantaba y sigilosamente, miga de pan en mano, me acercaba para untarla generosamente. Recuerdo el picor, la fuerza, pero sobre todo el olor que violentaba mi naricilla. Una sensación agresiva que me causaba un placer nunca olvidado. Masoquismo infantil.
Los años pasaron y las reuniones familiares se hicieron, cada vez, menos frecuentes. Con el cambio a la adolescencia y sobre todo en mi juventud, mi relación con el ajoleo cambió. Llegaron a casa, regalo de familiares emigrantes a Alemania, los avances tecnológicos, y con ellos un enemigo de mi salsa, el huevo. Si se prueba a hacer un all i oli con batidora eléctrica se comprobará lo que digo. Aceite de oliva, muchos ajos y pizca de sal. Apretamos el botón de On y no pasa nada, aquello no emulsiona. Surge un líquido blancuzco que nadie sería capaze comer. Por ello se introdujo el huevo (los más refinados sólo lo hacen con la clara). De este modo la elaboración es muy fácil y el resultado es más suave y menos agresivo.
Pero ¿Eso es all i oli? La respuesta no puede ser otra, de ninguna manera. La nueva salsa ya no es pastosa, su olor a ajo apenas se aprecia, y su suavidad hace posible que incluso un niño pueda disfrutarla. Pronto esta nueva versión se impuso no sólo en los hogares españoles, sino lo que es más grave, en nuestros restaurantes, perdiendo la vieja pasta amarillenta su lugar en nuestras cocinas.
Fue hace un año cuando me reenconte con mi viejo amor, al que casi había olvidado. Mi vida, creo que como todas, pasa deprisa y no tenía tiempo de pararme a recuperar las sensaciones del pasado, no era práctico y no servía para nada más que para ponerme triste por el tiempo perdido (Guiño joiciano, que no plagio). Pues bien, un amigo que vivía por entonces en Fraga nos invitó a un grupo de Zaragoza a comer en una masía tradicional cercana a Lleida los divertidos calçots, que deboramos con ansiedad. Cual fue nuestra sorpresa al enterarnos que aquello no era nunca plato único, sino el entrante. Así que fui obligado a pedir un plato más (vaya castigo para mí). Aproveché para elegir mi preferido de la gastronomía catalana: montxetes amb botifarra (en este caso la pedí negra). Pero ni los generosos calçots, ni el jugoso embotit pudieron hacer fete a lo qe acompañó el plato principal. Ya había metido tenedor y cuchillo en el plato cuando el camarero puso cerca de mí un platillo con all i oli. Aquello no se parecía en nada al que llevaba años consumiendo. Las sensaciones que se sucedieron fueron violentas. Volvi décadas atrás. Mi familia rejuveneció. Incluso alguno de los que ya no están regresaron para la´ocasión. No pude menos que llorar (disimulando en el lavabo, que uno tiene su pudor), pero no de pena.
Comprendí de golpe que todo lo que yo era en esencia se forjó en torno a esas mesas. Mis valores, buenos o malos se gestaron en el seno familiar. Y siempre con un invitado común: ajoleo. En la masia catalana entendí el para qué de conocer la historia de manera ejemplar. Ya no era una abstracción, ni tan siquiera puedo explicarlo, pero sé que esa visión del pasado me hizo conocerme mejor, comprender mis raices, volver a recordar los proyects de un niño, que se fueron perdiendo con el tiempo, transformándose en otros cada vez menos ambiciosos y con más huevo.
Tomé una decisión. No sé si me ayudará en la vida o me la harámás difícil, o quizá las dos cosas, pero a partir de entonces un lema ilumina mi camino: ni un all i oli con huevo, ni un sueño abandonado
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