lunes, 27 de septiembre de 2010

Cecina y Aguacate

No podía negarse que aquel trabajo era como otro cualquiera. Un horario determinado, un cometido, un sueldo… Todo sometido a un contrato laboral y dentro del convenio del sector. Pero el último pensamiento que abandonaba la mente de Cisco, cada noche se repetía desde que comenzó aquella tarea, todo es mentira.
Fue pasando los casting como otras veces y, durante dos semanas, las audiciones y representaciones se fueron sucediendo. Lo normal, improvisaciones, lecturas, esta vez incluso alguna prueba de baile. En principio el físico no parecía acompañar a aquel tipo nada agraciado, pero poseía un estilo personal en sus movimientos y le acompañaba un aura especial, quizá causada por la ronca y autoritaria voz; que le situaba con ventaja cuando se trataba de encontrar personajes curiosos. Cuarentón sin ningún rasgo destacable. Barriga bien cultivada sobre piernecillas de alambre. Tipo medio nacional, se decía frente al espejo al afeitarse en calzoncillos. Tarea inútil, pues la sombra de la barba apenas tardaba minutos en rebrotar de nuevo.

Aquella mañana cuidó su higiene de manera especial, pues las eliminaciones dejaban sólo media docena de candidatos, y ese era el día de la entrevista con el director en la que se decidía el reparto. Incluso se abofeteó la cara con loción de afeitar de la buena, la que guardaba para las escasas noches de sábado que salía a probar suerte. Nada le resultó extraño en la agencia hasta que Marga, la secretaria, le hizo pasar al despacho de dirección como otras veces. Junto a la jefa de la agencia se sentaba un personaje que no se parecía en nada a otros directores de teatro que había tenido delante. Vestía traje azul marino y de sus mangas demasiado cortas asomaban unos desgastados gemelos que aparentaron oro en un pasado lejano. La corbata parecía estrangularle un cuello amoratado escondido tras una papada de buey. Pero donde la redondez se hacía más evidente eran en los dedos de las manos que, como pequeñas morcillas de cebolla, jugaban entre ellos haciendo puñetitas y otros movimientos rítmicos.
Tras las presentaciones dos ideas se hicieron evidentes para Cisco. Aquél no era un trabajo normal y no había sido elegido por sus dotes de galán sobre las tablas.

- Pero eso no puede ser legal- respondió el actor tras las palabras del gerente.

- Claro que sí, hombre. Lo tengo bien estudiado- Sentenció el semibuey- Figurante promocional se llama la categoría- Dejó pasar unos segundos, mirándose lo que parecía ser una alianza que embutía el anular- Es como esos que se disfrazan de medievales en las ferias que van por los pueblos y bailan entre la gente, pero en tu caso aun sería más fácil.- Una sonrisa apareció entre sus finísimos labios- Sólo imitar a un pobre diablo, el resto del personaje lo dejamos a tu criterio artístico- sentenció vocalizando socarrón las últimas palabras.

Siguieron hablando de los detalles laborales durante unos minutos antes de despedirse, pero las verdaderas dudas le surgieron cuando se quedó solo y entró en el bar de en frente de la agencia a por el primer carajillo de la mañana. Lo cierto es que el administrador del mercado llevaba razón al exponer la supuesta normalidad de la tarea. Querían a alguien cuerdo que se hiciese pasar por un bobo con dos cometidos claros, alejar a otros tocados de la cabeza que merodeasen por la zona y poner algo de sabor castizo en un recinto que evidentemente lo había perdido. Mezcla de gorila y atracción turística. La Junta de gobierno del Mercado de San Antonio, explicó su administrador, creyó que un actor con aspecto de delincuente sería la solución. Figuraría a ojos de la clientela selecta como un mozo de recados, y se garantizarían un toque estético de bajos fondos que todo buen mercado merece. Además, por el mismo precio, llevaría a cabo una labor de vigilancia en el recinto que, pensaba Cisco untando el segundo churro en el carajillo, de otro modo resultaría carísima y daría sensación de inseguridad.

No sabía si aquella era una idea genial o una locura, ni si era moral o suponía una vejación para su profesión, pero lo cierto es que en aquel despacho no se le fue de la cabeza ni un momento su lamentable estado de cuentas. Dos años sin trabajo. Subsidios agotados y la cartilla tan crítica como sus esperanzas en encontrar algo de lo suyo. Firmó allí mismo sin pensar demasiado. Además las primas por confidencialidad fueron decisivas. En ese punto el gordo había sido tajante. Ni una palabra a nadie sobre su verdadera misión. La rescisión del contrato sería inmediata.

Salió del bar en dirección a su casa, pero pensó dar un pequeño rodeo para pasar por el Mercado de San Antonio. Llegando a la Plaza de San Pedro Nolasco cambió de acera para pararse, como tantas veces, delante de la salida de humos de la pastelería de Los Mallorquines que en aquella hora de la mañana inundaba la calle de olor a hojaldre. Dos minutos allí bastaban para tener la sensación de haber masticado montañas de amarilla mantequilla. Satisfecho continuó hasta llegar delante del arco del mercado.

Mercado San Antonio
 Productos gourmet y ecológicos

Así rezaba el cartel sobre la puerta. Casi no reconoció el lugar. Las grandes puertas de madera rematadas en forja habían sido sustituidas por unas mecánicas de vidrio que se abrían al aproximarse a ellas. Al entrar, un gran pasillo central dirigía al visitante a un gran hall central que antes recordaba como la zona de las pescaderías. El suelo pulido y limpio no parecía el de un mercado, por no mencionar las paredes a las que habían sacado el ladrillo a la vista y cubierto por grandes fotografías iluminadas de lo que fue el lugar décadas atrás. Pero no fue el aspecto pulcro y moderno lo que más le llamó la atención. Aunque el número de clientes era elevado en la mayoría de los puestos, allí no había bullicio. Nadie gritaba al pedir el género, ni ningún vendedor anunciaba mercancía a los cuatro vientos. La acción transcurría como si estuviesen en un Carrefour.

Había llegado hasta allí y no se iba a ir con las manos vacías. Tenía un nuevo trabajo, y eso era para celebrarlo. Calculó la cantidad que podía permitirse y optó por prepararse una combinación que llevaba tiempo rondándole la cabeza. Se dirigió a la charcutería que parecía más selecta en el pasillo central y adquirió un cuarto de kilo de cecina de León, que pidió cortada en virutas.

- No esperaba un corte a cuchillo, pero al menos algo más fino- le dirigió Cisco a la vendedora al extenderle el billete. Ésta lo ignoró y le devolvió los cambios sin dirigirle la mirada directamente. Compró el resto en la verdulería de la entrada y enfiló hacia su casa. Ya debía ser mediodía y sus tripas comenzaban a protestar.

Cinta esperaba impaciente arañando la puerta, pero al entrar en casa, como era habitual, se puso digna y altiva. Dándole la espalda, como si no estuviese esperándole desde hacía horas, se dirigió hacia la cocina sin mostrar su ansiedad. El actor se sentó y contó a su perrita los acontecimientos de la mañana. Eso le ayudó a ver con más claridad lo ridículo de la situación. Un falso mercado de barrio, con compradores y vendedores no muy auténticos y un trabajo que consistía en intentar engañar al mundo durante toda una jornada laboral. Pero a fin de cuentas no tenía nada que perder. Cuando terminó el relató se percató de que llevaba ya tres borjas de garnacha centenaria en el buche y aun no había echado un bocado. Así que mareado por los dulzones caldos se levantó y sacó de la bolsa la compra.

Extendió los largos filetes de cecina sobre el mármol de la cocina y dispuso sobre cada uno de ellos una lámina de aguacate que cortó a conciencia. Estaba en su punto y de color no andaba mal.

-Ninguno como el granadino- Pensó- Cierto que la inversión vale la pena.

Enrolló cada filete escondiendo en su interior su porción de aguacate y sus gotitas de aceite de oliva virgen extra. Los fue amontonando sobre una bandeja que sacó al salón para poder sentarse delante de la tele que no se molestó en encender. Se disgustó al recordar que no tenía pan, pero lo compensó el hecho de que tampoco le quedaban tomates para embadurnarlo, que para él era condición sine quanum. Lanzó un par de los brillantes y rojizos atillos al suelo, y Cinta no tardó nada en atacarlos. El montón restante se elevaba casi un palmo. Le faltó vino para engullir los últimos rollitos, pero la pereza y algo de sentido común le impidieron ir a abrir otra. Se tumbó en el mismo sofá y cayó en un sueño profundo. El telón, fue su último pensamiento, se levantaba de nuevo.

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