El dolor en la nuca se hacía insoportable cada mañana. Y ya llevaba tres despertándose de manera patética. Brazos cruzados bajo la pesada cabeza sobre la mesa de la cocina. La botella de vino vacía y el plato de la cena junto a ella. Pero lo peor era aquel olor a ceniza y colilla mal apagada a un palmo de la nariz. Se levantó de la silla con una sensación extraña de desnudez que encontró explicación al entrar al baño y verse como dios le trajo al mundo. Si triste fue el despertar, al examinar su imagen detenidamente en el espejo, peor fue la cosa. La barriga colgaba ligeramente por encima de unos genitales que habían conocido mayor esplendor. Para colmo una inesperada erección mostraba lo diminutas de sus esperanzas sexuales en aquella época de su vida. Las extremidades parecían pertenecer a otro cuerpo, a uno de alambre, como las figuras que hacía de niño en clase de pretecnología en su caro colegio de pago. Acarició con delicadeza el rostro afilado donde sombreaba el proyecto de una barba generosa que se empeñaba en domesticar todas las mañanas. Cisco Cerrada, actor de vocación, exlector y parado de profesión desde hacía mucho tiempo, no era un dechado de virtudes, pero conservaba la esperanza de alcanzar la cincuentena con cierta dignidad humana.
El hecho de estar a mitad de julio en aquella maldita ciudad de interior y valle no le impidió colgarse la americana beig sobre la camisa del día anterior, eso si, ventilada durante la noche en el balcón que daba a la calle Mayor. Cinteta sin mucha esperanza hizo un amago de salir por la puerta junto a él, pero pronto comprendió que esa vez tampoco le tocaba paseo. Así que sin mostrar un gran desaire se dio media vuelta y volvió a tumbarse en la alfombra del salón.
- Vaya careto hacemos hoy- Saludó Romina, la camarera del bar de abajo- ¿Otra mala nochecita? Cuantas veces te tengo que decir que hay remedio para eso
-Tú pon el carajillo y déjame mis problemas de sueño donde están- respondió cortante
Farfullando en rumano alargó el brazo para alcanzar la botella de Soberano que dejó libre sobre la barra- Pero hay médicos que podrían darte algo- castellanizó el mensaje- Dormirías y verías el mundo mejor-.
-Si, sería feliz- ironizó Cisco con un gesto condescendiente- todo de color de rosa. Sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón, trató de quitarle las arrugas estirándolo con dos dedos y los encendió con una gran calada que le provocó un pinchazo terrible a la altura del pecho. Callaron los dos y dirigieron la atención hacia la televisión, donde unos luchadores japoneses resolvían sus asuntos a mamporros. Pasó el tiempo y tres carajillos antes de que el guerrero más enclenque de todos acabara con los forzudos y se quedara sólo en la pantalla, en un primer plano fijo que al fin mostró los títulos de crédito de la película. Le debió parecer una señal, pues con aquel final bajó del taburete y salió a la calurosa mañana.
El recorrido fue el habitual. Se llegó hasta la plaza de España y de ahí hasta la de Aragón por Independencia, parándose en los escaparates de librerías, su antiguo vicio, y de pastelerías, el actual que no podía permitirse. Al llegar casi al final, giró para pasar por la esquina de la Canfranc, que había cambiado sus figuritas de chocolate por otras almendradas, seguramente más resistentes al calor. De regreso se solía dejar caer por las calles del Tubo, porque así lograba estar informado de las novedades enológicas y lograba disimular el calor asfixiante que el mediodía inundaba la ciudad. Aquellas calles estrechas se solidarizaban con él en muchas cosas - Muchas esquinas, suficiente mugre y un pasado mucho más brillante de lo que ahora lucía- solía pensar.
- Vale la pena morir entre dolores de gota por ellas- Comentó al camarero
Pero éste continuó alineando montaditos esperando la llegada de los oficinistas vermoutheros habituales e ignoró el comentario tantas mañanas oido ya. Sonaba la Piquer en el equipo de música moderno, que desentonaba con el ambiente tabernero bien conservado del local. Parecía ignorarle el mundo entero.
- ¿Cómo sabrías si eres marica?- Preguntó el actor con voz firme y solemne. Tan solemne que el camarero no pudo sino parar su tarea y mirarle con extrañeza.
- ¿Cómo dices?, no me estarás vacilando- acertó a decir
- No, no. La cosa va en serio. Tú cómo lo sabrías-
Ya más relajado, pues estaba seguro de que aquel tipo raro no aludía a su condición de macho contestó- Pues no estoy seguro, creo que probaría a tirarme a un tío y a ver lo que pasaba, pero no creo que … a mi me fuera eso-
- Pues algo nos tiene que gustar a todos ¿no?- desvió la mirada de la última anchoa del platillo hacia el joven- y si a mi las mujeres ya no me dan placer, igual los hombres si-
- No me des la brasa que tengo mucho curro- le contestó volviendo a la hilera de panecillos con tomate, aceite y jamón- cada uno folla con quien puede y quiere-
Ignoró el joven lo que aquel tonto comentario provocó en Cisco, que pasó el día pensando el él. De hecho, por él puso una lavadora, se arregló y perfumó y tras una buena siesta salió a la calle dispuesto a salir de dudas. Había oído, hacía unos días en la radio, una tertulia veraniega sobre qué era la felicidad para el hombre que le animó a realizar su plan. Bajó al cajero y confirmó que aún le quedaban quinientos euros en la cuenta. Todo estaba dispuesto y aquel día saldría de dudas.
Aunque había oído que por la zona de Cogullada habían abierto locales nuevos que estaban mejorando el mercado, se decidió por acudir al barrio del Arrabal, más cercano y tradicional. Entró en el primero cuyo nombre aludía a la mitología clásica y pidió un güiski con hielo y un botellín de agua helada, que resultó caliente como la noche y como su imaginación. Allí se encontraba, sentado en la barra bajo una larga tira de borlas rojas, iluminado por bombillas naranjas que en nada disimulaban la sordidez del ambiente. Media docena de clientes, alguno todavía con la ropa de trabajo, apuraban vasos de tubo con brebajes pagados a precio de oro. Nadie parecía mirar a nadie, pero en la atmósfera los marcajes eran evidentes. Cisco no se sentía incómodo, ya que hacía tiempo que no le importaba la imagen que proyectaba. Bebió hasta que un grupo de jóvenes, sin duda caribeños, con aspecto de modernidad, crestas engominadas, tejanos de corte bajo, gafas de sol de espejo sobre las cabezas, salieron de la oscuridad de un estrecho pasillo y se fueron dispersando entre la clientela. Un pipiolo bajito y delgado fue el que por lo visto le había tocado en suerte.
- Buenas noches, mi amor- Se dirigió a él sin más preámbulo- ¿Me invitas a una copa?- Le preguntó cuando ya el camarero llenaba, con una botella de zumo de naranja de marca de supermercado, el vaso frente al joven.
- Me llamo Walter ¿y tú?-
La conversación intrascendente discurrió por los derroteros que Cisco esperaba, el calor, las vacaciones, incluso algo sobre el cine cubano de los cincuenta, para por fin llegar al tema sexual.
- ¿Podemos irnos a un lugar más tranquilo papi?- sugirió el joven. Sin contestar y dejando un billete sobre la barra, la pareja se introdujo por el angosto pasillo. Ya en la habitación, por suerte poco iluminada, le vinieron a la mente las palabras del tertuliano de la radio que le puso en la pista de aquel plan.
- La felicidad no existe como tal- afirmaba excátedra- Sólo son una sucesión de momentos de placer, principalmente originados desde los sentidos, que provocan un estado de delirio que calma la ansiedad humana- Y para más INRI concluía – Nuestra obligación moral con Dios o con las leyes de la naturaleza es llevarnos a la tumba el mayor numero de esos momentos que podamos. Derrochar es precisamente no consumar nuestros deseos materiales por pudor o tacañería-
El objetivo estaba claro. Aquella noche colmaría de placeres su deteriorado cuerpo. Pensó en qué era lo que sus apetitos reclamaban y la decisión llegó por si misma. Sexo y gastronomía. Así que sin pensarlo más, tras la siesta se dirigió al Circo, donde sin duda preparan la mejor tortilla de patata de la ciudad y pidió cinco pinchos para llevar. Ignoró la bolsa de rebanadas de pan que correspondía a las raciones porque llevaba en mente pasar por el horno de la Magdalena, de vuelta a casa, y comprar una cañada de aceite para acompañar a la tortilla. Ya en casa arrojó sobre el vaso batidor cuatro dientes de ajo y un huevo que no se molestó en cascar. Lo encendió y fue derramando sobre el un hilillo de aceite de oliva que fue cuajando a la vez que la salsa crecía y se fortalecía. Aunque un día brindó al grito de- Ni un all i oli sin huevo, ni un sueño sin cumplir- Aquella vez la promesa quedaría en saco roto. La urgencia del asunto lo requería. Abrió el pan y dispuso láminas de tomate en la parte de abajo. Sobre ellas chafó la tortilla mínimamente cuajada del Circo y coronó todo con el all i oli recién preparado. Presionó con mimo la parte de arriba del pan circular para que se empapase todo el conjunto. Lo envolvió en varias servilletas y lo metió en una bolsa antes de salir de casa ignorando la presencia de Cinteta, que ya era consciente de que ese día haría sus necesidades sobre el sofá de nuevo.
Las penumbras de la habitación o todo lo que había visto en su experiencia laboral no frenaron al joven cuando al arrodillarse delante del cliente, éste sacó un bocadillo y le asestó un ansioso bocado. Combinar el mejor bocadillo imaginable con el gozo sexual debía ser como llegar al paraíso perdido.
No pasaron dos minutos cuando en la mente de Cisco desaparecieron las lujuriosas visiones y se presentaron los remordimientos. No fue sólo la sensación de explotador sexual, el aspecto moral se perdió antes que el estético, sino el sentimiento de asco que le asaltó, el que hizo retirar violentamente la cabeza del muchacho de su entrepierna. Un cincuentón delante de una criatura, comiéndose un bocadillo de tortilla mientras se la chupaba no era una imagen parta estar orgulloso. Así que sin dar excusas, pagó lo convenido y se lanzó deprisa a la calle, sin mirar atrás. Se adentró en la noche a paso ligero y llegó jadeando hasta mitad del puente de Piedra. Miró y maldijo al Ebro.
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