sábado, 18 de febrero de 2012

Elogio del gatillazo

Elogio del gatillazo: bocata de chorizo

Bendito gatillazo, padre de futuros triunfos
Para introducir lo que intenta ser el primer capítulo de un relato gastronómico quiero traer con nosotros a un viejo amigo, el fracaso. Confieso que voy a recurrir a la táctica que utilizo a diario con mis sufridores alumnos para prohibir el uso del Tipex en mis asignaturas. Les explico que utilizar ese instrumento del diablo es nocivo para su formación, pues un cuaderno presentado con ese recurso es un intento de engaño. Tras un error, el corrector trata de ocultarlo bajo un halo de limpieza y ocultación. No debe quedar huella del mismo. En cambio el tradicional y funcional tachón demuestra muchas cualidades más del autor. El alumno ha reconocido un error, ha aceptado el fracaso, ha buscado una solución y ha enmendado aquello que era incorrecto. Todo un ejercicio de reflexión y honestidad intelectual que humaniza el trabajo intelectual.

Me reencuentro con mi ídolo de juventud
punk, Evaristo, en un lugar muy
concurrido, el gatillazo

En otras facetas de la vida utilizamos Tipex de manera abusiva e innecesaria. ¿Qué sería del éxito sin el fracaso? El reconocimiento de los errores empuja hacia el éxito. Si un bizcocho no sube y se queda como un mazacote al sacarlo del horno, será un paso más en la senda del bizcocho perfecto. Aceptarlo con el orgullo del perdedor supone aprender del error cometido para evitarlo en el futuro. Esta postura en la vida es la que se conoce con el nombre de gatillazo productivo. Puede llegar en cualquier momento. Así nos encontramos con el gatillazo intelectual, el literario, el consabido sexual, el culinario y muchos otros.


Bocata de chorizo, insustituible.

Mi último gatillazo tiene que ver con cierto pan que acabó escurriéndose por las rejillas del horno. Hay muchos más, a cual más gracioso y hasta entrañable, pero éste es el que me inspiró el comienzo del relato que comienza aquí. Tras el gatillazo panadero salí a la calle y me llegué hasta la panadería de prestigio más cercana a mi casa, el horno de la Plaza de la Magdalena. Compré la mejor barra que encontré en sus cestas. De vuelta a casa la abrí a lo largo con la intención de observar su miga. Deduje que mi error no era la escasez de levadura, sino de harina. La unté con tomate de la huerta de Pinseque y con una cantidad indecente de aceite de oliva. Sobre ella dispuse unas rodajas de chorizo de León que andaban por ahí. Copa de vino de Toro para acompañar y el comienzo de la historia, que está sin título por miedo al gatillazo literario, llegó por sí mismo.

Especial vista que demuestra que el chorizo
tiene carácter de microcosmos


I

La sensación de mareo iba en aumento, aun así no estaba dispuesto a apartar la frente de la ventanilla del tren. Parecía que todo el cuerpo vibraba. Lo maravilloso era la sensación de equilibrio que me apaciguaba con sólo separarme unos milímetros del cristal. Reconocía las playas y acantilados que se iban sucediendo ante mí pero algo distintas a como las recordaba. Años atrás las inundaba un mosaico de colores estridentes de sombrillas, hamacas y cuerpos castigados por el sol. Ahora, estrenando el otoño, llegaba la temporada de los paseantes taciturnos, de los chiringuitos cerrados y de la sensación de decadencia que quedaba tras el paso de los veraneantes. El recorrido entre la estación de cercanías del Passeig de Gracia y la de Castelldefels era más bien breve y me iba haciendo a la idea de la cantidad de veces que tendría que recorrerlo durante las próximas semanas.

Entre ráfagas de temblores  me preguntaba qué hacía alguien como yo, recién graduado en Historia del Arte, acudiendo a entrevistarse con un personaje enajenado del que apenas tenía referencias. Sería difícil sacar algo en claro del encuentro, era consciente de ello, pero el previsible fracaso era un paso indispensable para iniciar el camino. En estos pensamientos andaba cuando un olor inquietante me hizo regresar al mundo real. Aquello no podía ser otra cosa que pimentón de la Vera. No del murciano tan a la moda en las últimas temporadas gastronómicas. Ése era extremeño de pura cepa.Miré a un lado y a otro buscando de dónde podía salir el olor penetrante. Buscaba a algún pasajero con una fiambrera sobre las rodillas. Como se hacía antaño. Las referencias literarias a los almuerzos y meriendas sobre las bancadas de viejos trenes de madera me animaron al instante. La realidad, como siempre, era más prosaica. En la ventanilla de enfrente, ensimismado por  un paisaje bien distinto al mío, un joven de melena rubia y mal recogida en una descuidada coleta, acababa de desenvolver de su papel de aluminio, un alargado y muy estrecho bocadillo. Una humilde baguette, sin duda del día anterior, untada de tomate maduro y empapada en aceite de oliva acogía unas rodajas de fuerte y aromático chorizo. El individuo, sin duda extranjero y casi sin ella estudiante, no prestaba demasiada atención al bocado, observando con atención el desfile de montañas, barrancos y masías aisladas. Ignorando las manchas que el aceite iba dejando sobre sus ya sucios vaqueros, masticaba cada bocado retrasando en exceso el momento de tragarlo. Aquella imagen me recordó que todavía no había desayunado, y en un acto reflejo, el sonido de mis tripas vino a confirmarlo. Con la esperanza de encontrar una buena cafetería en la misma estación o de camino a la residencia, volví a pegar la frente al cristal y disfruté del paisaje marino los últimos minutos del trayecto.

Apenas quinientos metros separaban el apeadero de la dirección que llevaba anotada en mensaje de texto almacenado como borrador en la memoria del móvil. Pero el panorama era tan  desolador en aquella localidad a esas alturas de la temporada, que no pude evitar pensar en mis antiguos compañeros de estudios. La gran mayoría de ellos estarían emprendiendo caminos más ortodoxos dentro del gremio. Becas y proyectos de investigación en prestigiosas universidades italianas, maestrías en técnicas de restauración o museísticas, titulaciones en idiomas y otros horizontes todavía más exóticos. Caminando por una amplia avenida comprobaba con frustración y hambre que la gran cantidad de bares y restaurantes, que anunciaban llamativos rótulos, estaban ya cerrados hasta el siguiente verano. Para calmar la ansiedad volví al pensamiento que me impedía dormir bien desde principios del verano.
Aunque nunca había deseado invertir los cinco últimos años de mi vida en estudiar aquello, el mundo del arte no me desagradaba. Era el camino lógico para un descendiente de una larga saga de anticuarios de gran reputación en un Madrid rancio y con solera, que todavía sobrevivía a los nuevos tiempos. El resto de mis hermanos ya estaba totalmente integrado en el lucrativo negocio. Como benjamín de la familia se me concedió la licencia de ingresar en la Universidad. No estaría de más aportar a la empresa algún conocimiento teórico sobre antigüedades y almoneda, debieron pensar. Los esfuerzos, de todos modos, no fueron del todo estériles, pues al fin sabía lo que no quería ser en la vida. Las largas noches quemando pestañas frente a libros y láminas, además de aportarme conocimientos sobre la Historia del Arte, me ayudaron a afianzar la idea de que lo único que verdaderamente ansiaba con pasión era el mundo de la cocina.

La Residencia “Villa Sol” estaba pintada de un color azul celeste que disimulaba su actividad. Esperaba encontrarme un edificio decadente rodeado de pinos. Los novelones decimonónicos poblaban mi imaginario de tópicos que se desmentían una y otra vez. Aquellas eran unas dependencias modernas, muy cuidadas y de un aspecto alegre. Comprobé, abriendo el maletín, que no había olvidado nada: ordenador, grabadora, cuadernos de notas y la documentación recopilada hasta entonces sobre el personaje. Me aventuré hacia la entrada y comprobé que no había nadie tras el mostrador de la recepción, así que decidí esperar de pie para no pasar desapercibido. En el hall varios familiares acompañaban a media docena de residentes. La mayoría se dedicaba a leer revistas sin mediar palabra entre sí. Una mujer canosa y extremadamente delgada empujaba con una silla de ruedas a la que bien podría ser su madre o una hermana mayor. Iban de un extremo a otro de la sala deteniéndose, estrictamente lo necesario, para dirigir de nuevo las ruedas hacia el lado contrario. Parecía que la más joven contaba concentrada los pasos, o al menos las veces que cruzaba el recibidor. Decidí acompañarla en el ejercicio y doce veces había pasado por delante de mi cuando una voz me interrumpió la cuenta.
-Buenos días, ¿puedo ayudarle en algo?- La voz que me rescató provenía  del mostrador y venía acompañada de una sonrisa de cortesía.
-Oh, sí- balbuceé- Tenía una cita con una supervisora- miré el papel que llevaba en la mano -María Isabel Claramunt-. Tengo cita con ella- aclaré.
- Maribel, sí. Creo que estaba en la sala grande hace un momento. Puede pasar a ver, si quiere- señaló una puerta de doble hoja que había en el lado derecho y se sentó a ordenar una pila de carpetas que tenía sobre el escritorio.

Deduje que la supervisora era quien venía a mi encuentro cuando entré en lo que resultó ser un enorme salón con grandes cristaleras, que daban a un jardín bien cuidado y luminoso. Todo el personal vestía un uniforme azul y blanco con el logo de la empresa, pero la joven que se aproximaba lucía un traje chaqueta bien cortado con un letrero con su nombre en una de sus solapas.
-Buenos días señorita Claramunt. Soy Igor Calanda. Ayer hablamos por teléfono- me presenté
-Ah, sí. Buenos días. Era por lo de Don Gabriel Vicente, ¿verdad?- su voz no hacía gala a la imagen que transmitía. Alta, con movimientos de pasarela. El sonido de sus palabras resultó agudo y chillón.- Pase al despacho y le pondré en antecedentes- me invitó con amabilidad.
Nos sentamos sobre butacones modernos e incómodos y Maribel abrió una carpeta llena de informes y fotocopias que debían recoger toda la información relativa al paciente.
-Ya sabe que toda la información que le voy a dar es confidencial. Normalmente no hacemos excepciones con alguien que no sea familiar directo, pero con el permiso de la hija no hay problema para ponerle en antecedentes.- me tendió una de las fotocopias y añadió- Ayer mismo llegó por fax la autorización de Aurora, así que puede usted preguntar lo que quiera-
- La verdad es que la cuestión es sencilla- guardé el papel en el maletín y continué- lo que quiero saber es si Gabriel puede recordar con fiabilidad. No me interesa tanto su opinión sobre nada. Imagino que será difícil el diálogo con él, pero lo que necesito es que confirme una serie de datos para un estudio que llevo a cabo sobre su profesión.- traté de exponer la cuestión con la honradez y claridad que merecían las fuentes que me habían trabajado el permiso de la hija.
-Cocinero,¿no?- una sonrisa apareció en el rostro de Maribel- Creo que era cocinero. Y de los buenos, parece- la supervisora cerró con suavidad la carpeta y la apretó dubitativa contra su pecho. Meditó unos instantes y continuó.- Si quiere ver algo que le puede interesar, sígame- y sin esperar respuesta se incorporó y seguí sus sensuales pasos hacia la puerta del despacho.

La escalera de servicio llevaba a un largo pasillo en una planta semisubterránea, apenas iluminada por una estrecha y alargada hilera de tragaluces. El aspecto era muy diferente del funcional y aséptico de las plantas superiores.  Recorrimos, sin detenernos, las entrañas del edificio. Una zona que parecía dedicada a mantenimiento repleta de mesas de trabajo, maderas y perfiles de aluminio, daba paso a lo que parecía ser el almacén. La sala fría, recorrida por aparadores metálicos, que sostenían palets de productos envasados, daba la sensación de un supermercado vacío. Al fondo una última puerta metálica daba paso a la cocina. Maribel se dirigió a mí ordenándome silencio con un dedo apostado en los labios. Empujó hacia abajo la barra de seguridad y abrió con sigilo la puerta con un golpe de cadera preciso.

Aunque el ambiente no era excesivamente ruidoso, los cocineros y sus ayudantes se movían con rapidez entre las marmitas y las mesas de trabajo. Era todavía temprano, pero la atmósfera olía a comida lista para servir. Grandes campanas extractoras absorbían los humos que emanaban de las planchas y sartenes, pero el aroma a potaje debía ser perpetuo en la sala. Parecía la cocina en ebullición de un gran hotel, pensaba mientras seguía con precaución a Maribel. El crujido de mis tripas se animó para recordarme mi accidental ayuno. La mirada se me iba a cualquier sitio. Una chica joven y bajita pelaba huevos duros y los amontonaba, mientras al otro lado del mostrador dos pinches los picaban con habilidad y rapidez, llenando con ellos lo que parecía una palangana. Por lo que vi por encima parecía que ese día el menú consistía en ensaladilla rusa, pues varios botes de cinco kilos de mayonesa industrial descansaban al final de la línea. El hambre era tal que, perdiendo la dignidad, de buena gana hubiese agarrado una buena rebanada de pan y la habría devorado bien untada en uno de aquellos grandes cubos amarillos.
-Lo que va a ver ahora es algo normal en el día a día de la cocina. No debe mostrar sorpresa, pues lo consideramos como una terapia especial- la sonrisa que mostró en el despacho volvió a aparecer en su rostro.

En el patio al que daba la cocina y sentado en un taburete bajo ante una montaña de patatas, un personaje movía entre sus dedos un diminuto pelador con una velocidad endiablada. Sus movimientos eran mecánicos. Elegía una patata del montón y la acometía con la herramienta. Con un giro de muñeca extraía una larga monda que caía junto a sus pies. El resto de la piel salía con dos movimientos que mis ojos no eran capaces de seguir. Por si fuera poco, como en un espectáculo circense, cuando su mano izquierda volvía al montón para seleccionar una nueva víctima, la derecha hacía girar la puntilla entre los huesudos dedos de la otra mano. El personaje acompañaba todo su repetitivo ritual con una copla de la que sólo distinguí parte del estribillo: “Vente conmigo a pelar higos a la orilla, y te daré…”. La voz se apagaba entonces y continuaba con tarareos hasta llegar de nuevo a la misma letra.

Maribel me hizo contemplar la escena unos minutos antes de darme un pequeño empujón hacia delante para dirigirnos hacia el extraño pinche. Al acercarme a él, pude ver que del rostro lustroso que recordaba en las solapas de sus libros, sólo quedaba una sombra. Había adelgazado mucho, incluso lo intuía más alto. La barba sin afeitar en una semana caneaba un rostro afilado y curtido. Los ojos pequeños y brillantes reflejaban una vitalidad acorde con el juego de sus manos.
-Buenos días Don Gabriel. ¿Qué tal llevan la mañana por la cocina? Le vengo a presentar a un muchacho muy simpático que quiere conocerle- Volvió la vista hacia mí y me invitó a adelantarme. No levantó la cabeza de su silla, pero interrumpió su canto y arrojó la última monda con fuerza al montón.
-Ya estoy harto.- Soltó a modo de bienvenida con un tono enérgico y enfadado. –Esto cada día funciona peor y no me trae más que personal de tercera. Nos hundimos señorita María Isabel, nos hundimos. Esto ya no hay quien lo salve.- Remató, ahora ya en un tono más tranquilo. Gabriel se puso en pie y me observó inquisitivamente.
- Manos pequeñas y pies evidentemente planos.- Fue su primer diagnóstico- ¿Cómo quiere que se mueva entre los fogones? Parece torpe y además gordo- Con sorpresa para mí, apretó con fuerza con sus dos manos los generosos pliegues de mi barriga. –Grasa. Sólo grasa. Esta generación se está criando gracias a las mantecas. Todo lo hacen de lo mismo. Montañas de manteca que transforman en pastelitos, salsas y rebozados.- Con un dramatismo exagerado se volvió a sentar en su taburete y concluyó- ¿Dónde ha quedado el aceite de oliva? Para los ricos. Producto de lujo. Envasado en precioso cristal se vende como oro líquido.- Maribel parecía orgullosa del discurso tan elocuente, mientras que mi vergüenza asomaba en mis mejillas, aquel tipo me sacaba los colores sin conocerme. Las largas horas de estudio de la primavera envuelto en bollitos industriales me afectaron al perímetro, pero eso no era razón para avergonzarme de ese modo.
-Antes era del pueblo. Ahora es sólo oro.- Concluyó ajeno de nuevo a nuestra presencia.- El cocinero agarró una nueva patata y volvió a su cantinela: “Vente conmigo a pelar…”.
-No es Altheimer- me explicó la doctora de la residencia- Al principio, los síntomas indicaban a la enfermedad, pero la evolución que ha presentado en los últimos años parecen hablar más de una demencia prematura- Al ver mi gesto de indiferencia se decidió a evitar los cientifismos. –Vamos a ver, la diferencia no es muy grande, pero digamos que un paciente con demencia presenta unas capacidades impensables para uno con Altheimer. Como ha podido ver hace un rato- La interventora, que estaba sentada junto a mí en otras incómodas butacas de diseño intervino.- Mire, hemos comprobado que en unas condiciones especiales, Gabriel es capaz de tener un comportamiento más o menos normal- el lenguaje de aquella gente comenzaba a irritarme.-Sumergido en una actividad que domina, la actividad cerebral se reactiva lo necesario para llevarla a cabo. Si no fuese porque no sabemos las posibles consecuencias lo tendríamos todo el día trabajando en la cocina.- Ahora dirigiendo una sonrisa cómplice a la doctora, remató- Incluso ha sido adoptado con cariño por todo el gremio de…- eligió con cuidado el calificativo- digamos, degenerados que trabaja ahí abajo.-
-Un momento- interrumpí a la pareja de uniformadas -¿Actividad cerebral normal? ¿Llaman ustedes comportamiento normal a eso? Aquel tipo se creía que estaba dirigiendo las cocinas del Ritz- interrumpí –Lo que yo quiero saber es si ese tipo puede contestarme a unas preguntas sobre su pasado. Nada más. Y viendo la su situación actual, mucho me temo que sería una temeridad- Sentí que me había pasado de la raya, pero lo cierto es que me quedé mucho más tranquilo.
- No crea que sería algo tan raro- continuó la doctora, ignorando para mi sorpresa mi salida de tono –De hecho, cuando nos comunicaron sus intenciones, creímos que la experiencia ayudaría a progresar al paciente.- Ahora sí que fijó su mirada en mí. –Pero si cree que va a ser una pérdida de tiempo, mejor será dejarlo-
- ¿Me está diciendo que el cocinero puede recordar?- pregunté
- No es tan fácil. Hemos comprobado que si el entorno que le rodea es el adecuado, Gabriel es capaz de realizar las actividades más inesperadas en un enfermo con demencia- Se levantó de la silla y se dirigió a una encimera donde descansaba una jarra con café. –De hecho hemos comprobado que mientras recrea su antigua ocupación de jefe de cocina, las habilidades motoras se le disparan.- Llenó una taza de cerámica, ilustrada con muñequitos de un programa de televisión infantil, y sin ofrecernos a Maribel y a mí sorbió un largo trago. –Del mismo modo podría comportarse en otras situaciones que desconocemos. De ahí que nos interesara tanto su experimento de memoria. Quizá encontremos una nueva reacción, pero…- balbuceó- lo que se dice asegurar resultados, nadie podría…-
-De acuerdo, asentí. Lo haré. No pierdo nada con intentarlo.- resignado a la incertidumbre, me decidí a concluir aquella conversación que no llevaba a nada.- Dígame cual sería el mejor momento para llevar a cabo las entrevistas, y si no obtengo nada, me iré por donde he venido, y aquí no ha pasado nada- hice el gesto de levantarme a por mis cosas porque no sentía ningún lazo afectivo con el sujeto y porque ya me encontraba al borde del desmayo.
-En eso también hemos meditado, y creemos que lo mejor sería hacerlo en las horas en las que ayuda en la cocina- repuso. – Por las tardes preferimos que su mente repose y no excitarlo demasiado- Aunque advertí el eufemismo de estado vegetal, no me opuse a su sugerencia y acordé visitar al cocinero mientras reinaba en su pequeño mundo de ficción. Acudiría a Castelldefels tres o cuatro mañanas, siempre que viese productivo el esfuerzo.

El viaje de regreso se me hizo más pesado. Una hora de espera en la estación, sin más entretenimiento que un juego del teléfono sobre serpientes que se chocan sobre sí mismas al crecer, transformó la queja de mi estómago vacío en un dolor punzante y continuo que me advertía que ya era demasiado tarde para comer nada. Se había pasado la hora. Hundido en el asiento volví a observar el paisaje de la costa, pero esta vez en vez de embrujo me produjo sueño. Así que luchando por permanecer consciente, saqué la agenda del maletín para comprobar la hora de la cita con la hija de Gabriel:
Café Boheme, Aribau 36. 19:30 h. Señorita Gertrudis Vicente Pons (Llevar regalo agradecimiento)

Me daba tiempo de llegar a la residencia universitaria, comer y echar una buena siesta antes del encuentro. Los problemas de ansiedad, que llegaron a no dejarme salir de casa a espacios abiertos durante largos meses, los tenía más o menos controlados, pero algún Orfidol de vez en cuando y una agenda repleta que ordenase el futuro inmediato eran herramientas necesarias para no volver a caer. Como no tenía nada que hacer en ese momento, y comenzaba a sentir la sensación de inestabilidad y cierta presión en el pecho, decidí volver a hundirme en el discurso que me ocupaba desde el verano.

Pasé meses enteros intentando buscar el modo de abandonarlo todo. Pero el remordimiento por quebrantar la confianza que mi familia había depositado en mí me lo impedía. Habían invertido en darme unos estudios que resultarían del todo innecesarios para desarrollar mi vocación. La cobardía me venció. No fui capaz de presentarme delante de mi padre y decirle la verdad. Quizá, sabedores de mi debilidad mental, me hubiesen hecho caso. En vez de eso, diseñé una estrategia un tanto alocada, pero que me permitiría acercarme a mis aspiraciones sin defraudar del todo a los míos. Presioné, manipulé, mentí y utilicé todo género de argumentos para que alguno de mis profesores avalase la idea. Tarea inútil, pues ningún académico de reputación estaba dispuesto a arriesgarse dirigiendo una empresa  como aquella. Nadie se quería convertir en el hazmerreír de la cafetería de la facultad. Arte y Gastronomía.  El título ya desvirtuaba el contenido desde el principio.

2 comentarios:

Comedieta dijo...

¡Ja, ja!. Magnífico relato. Veo al cocinero imaginario y las venideras mañanas del joven junto a él. Las visualizo en sus errores y aciertos. (¡Nos encaminamos a otras esferas literarias con nuevos personajes?)!.
Respecto a la exaltación del error como vehículo e instrumento de progresión ya está enfatizado desde la Antiguedad Clásica y si nos cuesta entenderlo así, aún ahora, es por la carga culpable que nos pervive del judeocristinanismo: ¡si estamos hechos a imagen y semejanza del todopoderoso y perfecto Dios... ¿el error no es sino lo que queda vigente del Ángel caído en nosotros?. Imposible avanzar mediante ensayo-error orgulloso de los éxitos en la misma medida que de los aciertos tanto en terrenos científicos como en avances sociales,políticos, artísticos, emocionales. No nos lo permitimos. Nos autocensuramos. Nos estancamos y repetimos esquemas arcaicos y opresores. ¡Una pena!. Una inmensa pena. Ocultar (y peor aún, ocultarnos)los intentos sucesivamente manifestados en el camino es el más garrafal de los errores. Per...¡todos los cometemos en todos los ámbitos (como personas, como profes, como cocinitas,...).
Pd.: ¡Ah y comparto tu odio al corrector!. En mi caso, mi animadversión al invento es vox-populi, saben que no deseo ver ejercicio alguno con el dichoso "cemento" (como lo llaman ya hasta ellos), je, je. ¡Dónde esté un pulcro tachón...!. Hasta pronto.

sste dijo...

Estupendo relato.
Un genial compañero para el cafe de la tarde de los domingos. Miles gracias por hacer que volara la imaginación de varios de mis sentidos hasta el bocata de chorizo del comienzo y siguieran después despacio por el relato.