Mercat de Sant Josep: La Boquería
Pocos
lugares del mundo son tan fotogénicos como el que hoy nos trae aquí. Además no
es la mejor de sus cualidades, pues el olfato se dispara desde que doblamos la
esquina de las Ramblas. Dulces frutas saludan al visitante con exuberancia,
pero en la zona de las especias la sensación es casi lujuriosa. Si se tiene la
oportunidad de acudir en otoño, las paradas repletas de setas y hongos
impregnan la atmósfera a golpe de espora. La zona de carnes y embutidos destaca
por la riqueza visual, pero es en la zona central de los pescados cuando todos
los sentidos se disparan. Tienen la suerte de no sufrir todavía el atentado que
han cometido otros mercados nacionales. El caso es que hoy es habitual separar
las pescaderías del resto, aislándolas en un recinto separado. No dudo que las
razones higiénicas lo hagan preferible, pero la unidad de espacio del Mercat de
Sant Josep es un valor positivo, pues integra todos los productos del planeta
bajo un mismo techo. Capítulo aparte merecen los pequeños bares de tapas y
cafés que se diseminan por sus pasillos. Pero esos tienen tanta enjundia que
los trataré otro día en un capítulo aparte.
IV
Las visitas
a Gabriel estaban dando mucho más de sí de lo que podía imaginar en un
principio, pero aun así, decidí dar por concluida mi semana de viajes a
Castelldefels para darme el placer que me había reservado para aquella mañana.
La tarde y lo que viniese después se lo dedicaría a Gertru, y se avecinaba un
fin de semana encerrado en mi habitación tecleando al ordenador las
entrevistas, por eso necesitaba una tregua. No se me ocurría mejor lugar para
tomar oxígeno. Contrarreste los efectos de la pastilla que necesité a mitad de
la noche con dos fuertes expresos en una curiosa granja entre grupos de mujeres
que se disponían a comenzar jornada. Me resistí a una pulga de jamón del país
que llevaba mi nombre. Prefería esperar a calmar la ansiedad en la Boquería.
Valdría la pena el esfuerzo.
Como en
visitas anteriores a la ciudad, mi ritual con el mercado comienza con un paseo
Ramblas abajo. Ignoré los odiosos mimos y añoré las larguísimas hileras de
sillas de metal que, enfrentadas a ambos lado del Paseo, permitían, previo
pago, descansar al caminante. Nunca las utilicé en mi infancia, pero la
sensación de ser observado por una multitud, me hacía erguir la espalda y
caminar con paso firme, buscando la aprobación del jurado. Hoy, la zona ha sido
invadida por las terrazas de bares franquiciados, que despliegan su mobiliario
de plástico y acogen, como pude observar, a una jauría de zampabollos que
tragan larguísimos cafés en vasos de plástico. Ignoré a aquella turba
llegándome hasta la entrada del mercado. Había acertado en la hora. El bullicio
era ensordecedor para cualquiera que se acercase sin la reverencia necesaria al
santuario. Los madrugadores ya salían con las bolsas repletas y los rostros
sonrientes por haber acaparado las mejores piezas. La promesa del pecado de la
gula se reflejaba en sus pasos largos y ansiosos. Cuando me asomé al pasillo
central, aunque iba con la guardia alta, el impacto visual fue tremendo. Los
colores de las frutas y verduras de los primeros puestos eran capaces de
hipnotizar al más pintado. Me entretuve leyendo nombres de frutas de las que
jamás había oído hablar. Unas espinosas y recias que prometían carnes jugosas,
otras de una madurez amarillenta exhalaban olores propios de otras latitudes.
La moda del momento consistía en dispensar mezclas imposibles de zumos de
colores llamativos, que los turistas pagaban a precio de oro y sorbían con
pajitas estriadas.
No pude
evitar sonrojarme ante la visión de unas enormes bananas que exhibían su
erección con orgullo. La reacción de Gertru ante mi fracasado intento había
sido muy comedida y su reacción comprensiva, pero aunque uno tenga el sentido
de la competitividad aletargado, el envite era directo. De un verde intenso, se
erigían como mástiles desde su caja. Ignoraban al resto de los visitantes para
encararse a mí desde el reproche y la humillación. Huí de ahí como un desertor,
temeroso de que todos los presentes escuchasen los gritos que me proferían las
fibrosas y poderosas frutas.
Retrasando
el momento de mi cita con la plaza central, anduve recorriendo los pasillos
laterales dando la vuelta completa al recinto. Me paraba a cada momento con la
intención de escuchar las comandas y los cánticos anunciadores de los
vendedores. Aquella gente sabía lo que se hacía. Los comerciantes lo tienen
bien aprendido, pero sólo los clientes más avezados conocen la fórmula que
distingue a un simple cliente de un gran cliente. Si quieres que te sirvan el
mejor género, y evitar los restos que se esconden detrás de los mejores
productos, se debe empezar por lo más caro y seguir por orden decreciente hasta
el final. No se trata de ruindad, sino de una declaración de intenciones.
Amigo, hoy voy a llegar hasta aquí. Sólo el más imbécil dejará el auténtico
solomillo de buey para el final.
Los
embutidos de la Plana y el Ampurdán, las confituras artesanales semanalmente
traídas del agro con cuentagotas y sobre todo, la casquería expuesta con
pulcritud en las abarrotadas paradas de menúceles, me entretuvieron durante más
de dos horas. No pude resistirme a unas morcillas de cebolla y dos medallones
de un foie micuit que me incitaron con su terso y brillante empaque. Completé
el avituallamiento para el fin de semana conventual con un par de butifarras,
pues no pude elegir entre la blanca y la negra, que se adivinaban caseras. De
nuevo en la entrada aproveché la ocasión y pude acomodarme frente al abigarrado
mostrador del bar de la entrada. Como si fuese una revelación, un camarero de
bigote espeso y dudosa limpieza depositaba una tartera de barro con una montaña
de caracoles a la gaditana delante de mis narices. Sin duda habían sido
generosos en el picante, por lo que necesité tres cañas para terminar la
ración. No di por concluido el almuerzo hasta que unté las tres míseras rodajas
de pan que lo acompañaban. Con trozos de piñones todavía jugueteando entre mis
dientes me dirigí por el pasillo central hacia la zona de pescados, mi preferida.
Rodeando la
plazoleta se disponen las grandes pescaderías, que se miran unas a otras en
actitud retadora. Traté de memorizar la denominación catalana de los pescados
más conocidos, pero pronto abandoné por lo ingente de la tarea. Lo más
llamativo no era el género en sí, sino algo que sólo se aprecia en este tipo de
establecimientos, donde las piezas se venden con gran rapidez, el movimiento.
Allí la frescura no se distingue como en otros lugares por el color, el brillo
de los ojos o la humedad de las aletas. En aquellos puestos el pescado se
mueve, vivo, en una coreografía sólo comprensible para el reino animal. Tenazas
de bogavantes, colas de cigalas, moluscos que se abren y cierran con profundos
resoplidos. Me quedé perplejo ante una caja de camarones que se estiraban una y
otra vez produciendo un cliqueo que se transformaba en música al acercarse.
Disfruté, antes de salir de nuevo al mundo real, de una sesión de ballet
inesperada en el mejor de los escenarios. Ahora sé porque Barcelona levantó su
Liceo junto al mercado.
V
Decidí
buscar una de las salidas laterales para terminar la mañana recorriendo sin
rumbo las estrechas calles del Rabal. Otra de mis actividades inexcusables
cuando viajaba a una ciudad era el callejeo. No tardaba en introducirme en el
papel del mirón. Con las manos cruzadas a la espalda, el cuello erguido y pasos
lánguidos he disfrutado de largos paseos en ciudades desconocidas. Se trata de
buscar el momento en el que la ciudad se muestra desprevenida y desvela los
secretos que oculta al turista ortodoxo. Comprobé decepcionado que el barrio
peligroso, inmundo y lleno de sabores que recordaba se había transformado.
Flotaba en el ambiente la intención de conservar lo que de pintoresco y castizo
poblaba sus rincones, pero el resultado quedaba muy artificial y algo snob. El
Rabal había sufrido en la última década el mismo proceso que otros muchos
barrios degradados del centro de grandes urbes. Lo había visto en tantos
lugares. En primer lugar saneamiento de calles y edificios que posibilitaba la
repoblación a base de juventud y asociacionismo. Pronto llegaban en aluvión
oleadas de artistas y diseñadores que reclamaban desde una fingida marginalidad
su espacio urbano propio. Lo cierto es que como idea no parece mala, pero el
final era inevitable. Lo que en un momento fue alternativo y moderno se torna
atractivo para un sistema que no dejará escapar la oportunidad. Franquicias y
grandes cadenas comerciales comienzan un aterrizaje en estas zonas e inundan de
luces y eslóganes los letreros. La original taberna que sustituyó a la tasca se
ve amenazada por la hamburguesería. Toda la población que acudió a la llamada
del barrio desaparecerá en unos años a nuevos hitos urbanos que tarde o
temprano terminarán sucumbiendo. Por suerte, el Rabal en el que me adentraba
estaba todavía en la primera de las fases. Las viejas güisquerías y locales de
alterne, donde los marineros que llegaban al puerto gastaron tantas pagas,
sobrevivían a duras penas entre nuevos locales temáticos y cervecerías
carísimas repletas de gafas de pasta y
cupcakes.
Llegué hasta
el mismo Paralelo para comprobar que no habían dejado ningún rincón original.
Aunque miles de sábanas seguían colgadas de los balcones y varios grupos de
niños ignoraban sentados en las aceras que aquel era día de escuela, la
sensación de artificialidad me acompañó en el paseo. Volví sobre mis pasos para
volver a cruzar el mercado con la excusa de regresar a las Ramblas, pero al
llegar a la entrada de atrás para enfilar de nuevo el pasillo principal observé
algo que llamó mi atención. En un lateral de la plazoleta aledaña a la Boquería
se arremolinaba un grupo de personas ante una puerta de cristal en la que se
podía leer:
Sala de Usos Múltiples
Mercat de Sant Josep
Al
aproximarme al grupo pude ver un cartel pegado junto a la entrada con el
programa de actividades propuesto para el día:
Viernes 10 de octubre
III Ciclo de Conferencias: Sentidos gastronómicos
“La vista: el plato como objeto artístico”
Profesor Ernesto Umbría
Universidad Autónoma de Barcelona
Lo que me
decidió a entrar a la conferencia no era tanto el tema como su protagonista,
Ernesto Umbría. Miembro de una familia de solera catalana, es bien sabido por
los ecos de sociedad que renunció a continuar la saga algodonera que había dado
lustre a su apellido para dedicarse a cuestiones peregrinas. Dilapidó un
dineral en mecenazgos diversos. Un abanico que lleva de la Nova Canço catalana
hasta los múltiples replicantes del simbolismo de Miró se vio beneficiado del
capital familiar. Bien sea por que sus ahijados se emanciparon gracias a nuevas
productoras y a generosos patrocinios bancarios que subvencionaron sus obras a
cambio de iconos corporativos, o bien porque la familia le retiró el acceso a
las cuentas que dilapidaba una tras otra; el personaje se centró en la vida
académica universitaria y en practicar una vida ascética alejada de la vida
social de la ciudad. A esas alturas casi nadie recordaba los tiempos en los que
no había celebración, reunión o sarao en Barcelona en el que Ernesto no fuese
protagonista. Dominaba una cuadrilla de artistas sin cotización, periodistas
incipientes, políticos de los que llenan las listas electorales por la parte de
abajo de las papeletas de partidos progresistas y catalanistas, pseudomúsicos
con óperas definitivas en perpetuos estados inacabados, prostitutas risueñas
con vocaciones matrimoniales, estudiantes maduros en busca de la tesis que
revolucionaría el panorama académico, revolucionarios de barra de bar
calculando la fuerza de la próxima carga zarista cerveza en mano. Su autoridad
emanaba de su cartera y su presencia en corrillos, agrupaciones y contubernios
cayó en picado conforme el alpiste dejó de manar a espuertas. Coincidió su
muerte social con el cambio al euro lo que muchos identificaron como resultado
de una reconversión necesaria. Llegaba la modernidad y había que esconder los
trapos sucios.
Un amplio
hall se abría en los bajos del palacete sostenido por unas estrechas columnas
metálicas decorativas pintadas de un modernista verde eléctrico. Una puerta
vidriada de doble hoja invitaba a los asistentes a la sala de conferencias,
moderna y funcional. Decidí la discreción de las últimas filas para evitar que
el conferenciante pudiese reconocerme. Me había encontrado con el personaje un
par de veces en seminarios sobre bodegones y naturalezas muertas en Madrid y en
unas cuantas ocasiones más en nuestra tienda de antigüedades. Era un cliente
poco ortodoxo pues oscilaba entre una exigencia puntillosa a la hora de valorar
las obras y una generosidad nada crítica en el momento de la tasación y forma
de pago. Quería calidad y estaba dispuesto a pagarla aunque fuese a costa de su
atuendo desfasado y un discutible sentido del aseo personal. Quien no hubiese
visto el grosor del fajo de billetes que escondía en el bolsillo de la
americana podía pensar que se trataba de un homeless de cajero y colchoneta. La
otra razón para pasar desapercibido respondía a cuestiones burocráticas, pues
el mío era el único cuello del que no colgaba la tarjeta plastificada que
acreditaba la participación.
El gerente
de la Asociación de Comerciantes de la Boquería presentó al conferenciante como
Catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma y situó el tema del
día cómo uno de los más sugerentes dentro del debate nacional. El tipo, con más
pinta de ejecutivo que de cooperativista gremial, no le puso mucho énfasis al
asunto. Nadie creía en la trascendencia de un tema que se agotaba en el título.
Con tantas concepciones de arte como estudioso del tema, el encasillamiento de
la gastronomía dentro o fuera no era nada más que una cuestión léxica. Así
tenía pensado enfocar el tema de mi escuálida tesis. Si se entendía el arte en
sus términos más amplios debía incluir los aspectos culinarios. En cambio una
visión más elitista del término excluía ese tipo de vulgaridades. Además daba
igual. Mucho más en un país que se debatía entre la entelequia de la dieta
mediterránea y el imperio del chorizo y las legumbres cargadas de tocino.
La figura de
Ernesto se empequeñecía sobre el estrado, pero su voz poderosa y cadenciosa
pronto consiguió atraer la atención del respetable. Dominaba la oratoria y
tenía recursos para llevar cualquier toro al centro de la plaza. Un par de
frases explosivas crearon el clima de silencio y atención que necesitaba para
dictar su clase magistral. En el primer minuto de monólogo se sucedieron un “la
comida estimula más los sentidos que el sexo” y un llamativo y certero “el
griego es un concepto que debería de extenderse más allá de las páginas de
contactos”. Introdujo la curiosidad con sus bombazos y regresó al tema
anunciado para exponer su teoría. Lo cierto es que más que interesante en sí,
su discurso me resultó curioso por poco habitual. El profesor defendía la idea
de excluir la gastronomía del mundo artístico sin basarse en otro argumento que
el del perjuicio que esto le acarrearía. Demostró la cantidad de limitaciones
con las que la catalogación artística había castrado medios como el cine y la
fotografía. Lenguajes y manifestaciones con vocación de libertad se habían
visto limitados sus recursos hasta hacerse pequeñas y socialmente irrelevantes.
Si se quería conservar el dinamismo y la valoración actual del mundo de los
fogones se debían dejar en manos del espíritu anárquico y desbocado del
cocinero. Por otra parte aquel viejo con aspecto huraño defendió fuera de
programa otra de sus curiosas teorías que, esta vez sí, provocó la aclamación
popular en forma de aplausos. Versaba ésta sobre la gran ventaja que todavía
conservaba el ámbito culinario sobre cualquier otra manifestación humana, la
falta de profesionalización. Desde que los escribas del mundo antiguo se
establecieron como casta social privilegiada por el hecho de dominar el
lenguaje impreso en tablillas de barro. Conservaron sus secretos con pretensión
corporativista. Del mismo modo harán siglos después hornadas de selectos
pintores, arquitectos y escultores, que renegando del mundo artesanal se
independizaron a base de seguir tendencias y firmar sus obras. La calidad de
sus representaciones no mejoró en mucho el resultado, pero su status social se
disparó. Y todo por el módico precio de sacrificar la libertad creativa. No
fueron conscientes del peso del diezmohasta que el pago ya fue irreversible. La
obra de arte salía del mundo real y sería confinada en salas de museo
espaciosas, cómodas y bien iluminadas, pero irrelevantes como expresión del ser
humano. La idea de Ernesto era buena. Escocería si su opinión fuese relevante
en el ámbito académico, pero estaba claro que su figura no era tenida en cuenta
más que para bolos de nivel bajo como el de aquel día. Un lenguaje que podía
dominar al mismo nivel una abuelita de Ourense que un chef parisino era
demoledor. La fuerza de la gastronomía se fundamentaba según el conferenciante
en su falta de normativa y su carácter amateur y, dicho sea de paso, esa eran
los mismos argumentos que explicaban el éxito internacional de la cocina
española de los últimos tiempos. El carácter anárquico y poco ambicioso se
conjugaban a la perfección con el espíritu de un pueblo que abominaba el orden
y la constancia. Era una visión triste de nuestra civilización, pero fue
defendida con la pasión que insufla la conciencia de la derrota.
Llegaron los
tediosos ruegos y preguntas donde por fin averigüe que los asistentes
pertenecían a uno de los condumios de SlowFood que tanto habían proliferado por
los rincones nacionales. En concreto eran todos extremeños de visita a la
ciudad y algún iluminado había incluido la conferencia dentro de la agenda del
viaje gastronómico. En general se trataba de gente de cierto nivel económico y
cultural con tiempo libre para aficiones gastronómicas y agroecológicas, pero
siempre me parecieron paternalistas con el resto de los mortales que se dedican
a cosechar y consumir tomates más bien normalillos. Esa fue la postura que
demostraron en la charla con Ernesto al que supusieron fuera de época por
ignorar cualquier postura moralista en su discurso. Aquellos extremeños venían
armados y no estaban dispuestos a dulcificar su discurso integrista que les
llevaba a salvar el mundo y alcanzar la felicidad humana con cada bocado. Tras
unos tanteos dialécticos lograron llevar el tema de la conferencia a la base de
toda cocina, el producto. El viejo se parapetó bajo el argumento del falso
desconocimiento, pero a tenor de lo que vendría después no fue suficiente.
-Si no he
entendido mal- la voz de la joven se alzó educadamente en el auditorio- usted
reivindica la labor del trabajo artesanal frente al artístico, profesor
Hidalgo. Y si es así, dónde queda la laboriosidad del agricultor o ganadero en
el proceso de creación-
-Señorita,
tres aclaraciones- la meticulosidad de Ernesto se disparó del mismo modo que le
recordaba años atrás en la trastienda frente a mi padre y a un viejo lienzo
demacrado- En primer lugar pone en mi boca una afirmación que me cuidaré mucho
en hacer. Nunca he defendido el valor creativo de la cocina. Más bien sería un
trabajo de reconstrucción de algo de lo que ya no quedan planos ni referencias.
Comparto el concepto creativo platónico sin ambages. Todo está ahí, antes
incluso de imaginarlo, sólo debemos recordarlo. La tábula rasa únicamente
satisface a los egocéntricos. Por otro lado afirma usted que la materia prima,
en este caso los ingredientes, es pieza esencial a la hora de valorar un plato,
y yo, con respeto, le digo que no. El apoyo al consumo de cercanía que se
desprende de su discurso y que defiende su agrupación- una sonrisa maliciosa
pareció crispar al público en forma de rumor- no se sostiene sin la condición
necesaria de que la tierra sea generosa en ese lugar. La labor del agricultor es
necesaria pero irrelevante, la del consumidor lo es mucho más. Por último
quiero destacar la confusión que en occidente tenemos entre los conceptos de
artista y artesano, pues los consideramos como términos excluyentes, cuando
pueden y deben solaparse en el buen cocinero. La imaginación y la trascendencia
no sólo no deben estar reñidas con la laboriosidad y la habilidad sino que
deberían complementarse. La confusión es vieja y viene del error cartesiano de
que algo no puede ser y no ser a la vez. En eso los orientales nos sacan la
ventaja suficiente como para borrarnos del mapa comercial de los alimentos. Al
tiempo.-
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