Las ocas de Santa Eulalia
Robert Smith El santo de mi devoción infantil |
En un gesto de lucidez Jaime Gil de Biedma nos desveló que la vida iba en serio, pero seguro que en su visión no imaginaba una seriedad tan profunda como la que hoy nos paraliza. Muertos de miedo ante un frío del que todos hablan, insomnes por la preocupación que debemos alimentar, hoy me rebelo convertido en un niño. Pero no cual niña del otrora candidato perdedor a presidente. Ésa no me sirve. Envuelta en sueños de triunfo y prosperidad, sólo reproduce en sus aspiraciones el mundo decadente de sus mayores. Sueña con ascender a cotas más altas que sus padres, pero la montaña sigue siendo la misma.
Lúcida lección de dignidad |
Mi niño sueña con otros mundos. Se ve cual Robert Smith recorriendo las calles a golpes de voz entrecortados donde repite y repite que los chicos no lloran. No sueña con escenarios elevados y separados del público por cordones de seguridad. Entra en la tienda de chucherías y en la panadería a comprar largos colines. Canta y canta por las aceras arrancando sonrisas a las abuelas.
Mi niño no quiere ser astronauta. Mi niño no quiere ser futbolista. Mi niño no quiere ser mayor. Le rodea un mundo que adora, y que cada día se le muestra diferente.
Formas sagradas de modernas religiones |
Un mundo donde los huevos fritos se comen en oración como las formas sagradas. Donde las ocas de la Santa Eulalia arrancan los dedos de las monjas de cara redondeada. Donde los amantes ya no pasan la tarde en centros comerciales, sino que soportan la adicción al Orfidal con citas en las cafeterías de los hoteles. Donde la democracia se resume en una oda a la paella: cada grano es cada grano como cada hombre es un voto. Donde los parques sustituyen sus palomas por pajaritas de papel. Donde coronamos roncola en mano con premios de cine a decadentes y lúcidos agentes de la ley, en vez de deshacernos en florituras de alfombras rojas. Donde los besos de los niños se dan sobre los respaldos de los bancos y tienen sabor a botellón, y mueren las ranas como ranas y los príncipes son galletas de chocolate. Donde los tres primeros cócteles se saborean antes del desayuno y en Maxim´s el río de la Luna es de chocolate con churros.
Restos del naufragio |
El relato que llevamos entre manos avanza y los personajes comienzan a moverse por sí mismos. El escenario se dibuja con la acción y sutilmente se van introduciendo estampas amparadas en la primera persona. Es difícil describir sin que se note la intención, es casi imposible controlarlo todo. Así que decido dejar al lector la tarea de recrear el ambiente urbano a su voluntad. Consciente de que le estoy pidiendo un esfuerzo extra, continúo línea a línea luchando contra la excesiva concreción.
Trece ocas como tres soles Armas de destrucción masiva |
II
A las siete ya merodeaba por la Catedral, pues me propuse visitar a unas amigas muy especiales aprovechando que la cita con Gertrudis iba a ser ahí al lado. Al entrar en la Catedral por la puerta lateral se activó mi fobia a los espacios concurridos, pero traté de ignorar la aceleración de los latidos del corazón y penetré con decisión bajo el sucio arco apuntado que se abría al claustro. Sin detenerme mucho a contemplar capiteles y bóvedas me lancé a la búsqueda de mis adoradas ocas. No me fue difícil encontrarlas pues sus graznidos violentos provenían de una de las esquinas del patio y una multitud de turistas se agolpaba cámara en mano ante ellas. Me hice hueco sin vergüenza y con una determinación que sólo poseemos los claustrofóbicos cuando recorremos un claustro repleto de gente. Junto a mí un grupo de monjas de evidente origen extremoriental abría unos cucuruchos de semillas de los que vendían unas corpulentas gitanas junto a la entrada. Me relajé y recuperé la estabilidad al apoyarme con las manos en las verjas de forja. Observé a aquellos animales recordando el porqué de mi simpatía por ellos. Se podría decir que soy un animalófobo militante, pero como en toda norma hay excepciones yo tengo las mías. Adoro los gatos y las ocas. Los primeros por su autonomía y su falta de amor al prójimo. Si no lleno mi casa de felinos domésticos es por mi alergia a su pelo, pero en mis sueños me veo invariablemente rodeado por ellos. Una especie que ha logrado engañar al ser humano durante milenios es una especie superior. Su adaptación al medio ha sido magnífica. Aprovechando el sentimiento de soledad natural en los hombres, ha ocupado el vacío existencial del mismo. Invadió sus hogares para quedarse en ellos fingiendo un cariño que les reporta un beneficio extremo. Son los animales de compañía más limpios y mejor alimentados del orbe, y todo a cambio de unas carantoñas que elevan el ego humano. El caso de las ocas es distinto, con algo más de amor propio desestimó la idea de entrar en los hogares, por ello no logrará salir de sus sartenes. Pero el animal, sabedor de que posee un tesoro en su hígado, se crece ante nosotros insultándonos amenazante a la menor ocasión. No hay posible reconciliación. Su odio es eterno y transmitido genéticamente. El hombre, que ansía su hígado se ve obligado a bajar la cabeza a cada afrenta. Con la finura de un torero, aquellas bestias se yerguen ante nosotros retadoras. Nos amenazan con sus horribles picos dentados abiertos. Lo que en otro animal significaría su sentencia de muerte, en este caso se ve recompensado por cubos y cubos del mejor cereal, al que responderá con más gritos de desprecio.
Aquella tarde disfruté como nunca ante los majestuosos ejemplares. Cumplieron sobradamente mis expectativas. Dos familias tuvieron que abandonar la visita por el pánico de sus vástagos ante las bestias desafiantes. Los orgullosos animales dejaban confiarse a las tiernas criaturas. Se hacían pasar por pacíficas ocas de granja de las que ilustran los políticamente correctos libros infantiles. Calculaban el momento preciso en el que el niño bajaba la guardia para arremeter con furia hacia la verja. Los gritos de pánico inundaban el claustro, y únicamente un viejo monje con hábito oscuro, que distraía sus horas de aburrimiento en espera de la llamada del refectorio, y yo sonreíamos a cada envite. La puntilla de la tarde la guardaban las ocas para el pintoresco grupito de monjitas, que con inmaculados uniformes de un azul celeste poco habitual, ahogaban con vergüenza risitas y codazos. Aceptó la manada de buen grado el obsequio en forma de semillas que las religiosas más osadas les lanzaban. Confiaron a las orientales y con criterios militares esperaron el momento preciso. Lo mejor en una batalla era decapitar al rival. La muerte del general rival daba la victoria casi con toda seguridad. Entre aquellas jóvenes de rostro joven y exótico, destacaba una figura que rompía la armonía. Sin duda era la que dirigía al grupo. Su rostro redondo y rotundo estaba repleto de capilares amoratados. Era la única de origen occidental y el resquemor por la falta de vocaciones autóctonas se desplegaba con una mirada de rencor al prójimo cargada de severidad y acusación. La superiora cayó en la trampa urdida por las ocas, ganaron su confianza jugueteando con las jóvenes hasta que aquella arpía se decidió a participar en el inocente juego. Arrebató uno de los paquetitos de cereales a una novicia de la primera fila. La empujó hacia atrás y se decidió a ofrecer a los animalitos un puñadito rácano de granos que dispuso sobre la palma de su mano. Bastó un movimiento repentino del animal más próximo para asestar el golpe. La oca retorció el cuello hacia atrás para tomar impulso y con fuerza desmedida dirigió su pico hacia la mano de la vieja monja. El chasquido sonó seco y el grito de la religiosa al descubrirse sin el dedo meñique silenció la estancia. Un chorrito de sangre que observaba incrédula brotaba de su mano. En unos segundos el uniforme se transformó en sudario con grandes manchas de sangre tiñéndolo de granate. El color del rostro desapareció palideciéndose hasta el desmayo que puso fin al acto. Cuando los sanitarios la sacaban en camilla seguidos por la camada de novicias asustadas, tres sonrisas asomaron en el claustro: la del fraile, que no pudiendo contener la carcajada se dio media vuelta hacia la puerta del monasterio; la mía que contuve por educación y la de la oca, que seguía emitiendo sonidos retadores con una habilidad de malabarista, pues en ningún momento abandonó el meñique de la vieja que asomaba entre el pico como símbolo de una victoria trabajada.
No hay nada como la paz de una iglesia para renovar el espíritu, pensaba mientras cruzaba la Plaza de la Catedral en dirección a mi cita con la hija del cocinero. Apuré el paso, pues las campanadas me recordaban que ya era la hora de la cita. No sabía muy bien que esperar de ella, pues era una visita de compromiso y agradecimiento por firmar un permiso para entrevistar a su padre. No sabía lo que me iba a encontrar, pero jamás hubiese apostado por todo lo que iba a dar de sí la noche. Sobre todo tras la primera impresión que me lleve de Gertrudis. No me costó mucho identificarla, pues aunque el local estaba lleno todo eran grupos excepto una de las mesas, en la que una joven y menuda morena esperaba removiendo inconscientemente el azúcar de una taza de café.
-Buenos días, ¿la señorita Gertrudis?- pregunté amagando una sonrisa cortés. La respuesta tardó en llegar, pues la muchacha me miró a los ojos aguantando la mirada largos segundos hasta que volvió al mundo de los mortales para contestar.
-Oh. Sí. Perdone. Estaba distraída- La joven se levantó para ofrecerme dos aromáticos besos de presentación.
La estela que dejó no recordaba el dulzor empalagoso de Chanel, ni la aristocrática sobriedad de Dior, que eran las posibilidades que barajaba en mi mente desde el momento en el que pude apreciar la caída alegre de su corto vestido negro. Se trataba de una fragancia extraña que no supe identificar. Cargada de fondo floral y con un toque afrutado que se alejaba de los destellos maduros a la moda para rememorar cierta acidez que resultaba inquietante.
-Y bien, señor…-
-Igor, Igor Calanda- apunté cuando la vi apurada por no recordar mi nombre.
-Claro, Igor. Sí, ahora recuerdo. ¿Ha podido visitar ya a mi padre?- Preguntó al tomar asiento de nuevo.
-Sí. Estuve esta mañana en Castelldefels y me presenté. Aunque me tomó por su nuevo pinche, creo que nos llevaremos bien- creí que la anécdota sería buena excusa para romper el hielo entre dos desconocidos, y quizá hubiese servido de haber escuchado lo que le decía. Removía el contenido de su enorme bolso en busca de algo.
- A ver, a ver, creo que lo tenía por aquí- rumiaba Gertrudis concentrada-Estoy segura de que esta mañana lo llevaba-
Era la segunda vez en el mismo día que me sentía ignorado por un miembro de la misma familia. Resolví hundirme en el cómodo butacón y esperar a que mi interlocutora regresase del interior de su bolso. Dos minutos después la hija del cocinero había vaciado todo el contenido de su, juraría que verdadero, Vuiton sobre la pequeña mesa de té. Varios cosméticos carísimos convivían en rara simbiosis con otros de supermercado. Al menos tres abultadas carteras fueron apareciendo junto a puñados de llaves. Unas se veían de seguridad, otras de aluminio de colores, pero las que me llamaron la atención fueron unas enormes y oxidadas dignas de cualquier museo etnográfico. Un pequeño álbum de fotografías, un buen montón de calderilla suelta, dos espejos de tocador, un peine de púas anchas, un colorido paquete de tampones que extrajo sin pudor completaron la serie de objetos antes de encontrar el objeto extraviado, un iphone sin carcasa ni protección, repleto de huellas y restos de polvos de maquillaje. Lo agarró con habilidad con una sola mano y lo activo deslizando su pulgar por la pantalla.
-Vaya, ya llegamos tarde. Creí que era a las nueve, pero parece que han decidido dejarnos sin merienda- Hablaba sin mirarme, y menos mal, así no se percató de la cara de idiota que debía lucir. ¿De qué hablaba?, ¿A dónde llegamos tarde? Los Vicente comenzaban a ponerme nervioso. Hasta entonces pensaba que el tópico sobre la enajenación mental de la alta sociedad catalana era fruto de la envidia, pero en aquel momento lo estaba comprobando en carne propia. Mientras trataba de llamar la atención del camarero decidí abordar la cuestión con tacto.
-Pero señorita Gertrudis. Creo que con quien tenía una cita hoy era conmigo- medí bien las palabras y continué- Quizá haya confundido las citas. No es posible estar en dos lugares al mismo tiempo- disparé con incisión.
-Sus ojos se volvieron a clavar en los míos con la profundidad que da la ausencia- Esta vez fui incapaz de aguantarle la mirada. Sus pupilas oscilaban sin motivo desde pequeños puntos apenas visibles hasta enormes eclipses que oscurecían el azul brillante que las enmarcaba. La pájara va puesta hasta las trancas, deduje. Así que decidí salir de ahí a la menor ocasión que se me presentase. No era un experto en el tema, pero sabía que en esas circunstancias poco en claro iba a sacar. El camarero se acercó y dispuso sobre la mesa un platillo de cerámica con la nota hacia abajo. Ella la ignoró y dejó un billete de diez euros sobre el recibo y se incorporó.
-Vamos. Tenemos que darnos prisa- soltó mientras se enfundaba en un ligero manto gris de cachemire. Colgó el bolso sobre su hombro y me miró, esta vez sí que lo hizo de verdad, con una sonrisa encantadora. El poco atractivo que me había mostrado hasta el momento se tornó en un fuerte deseo de abrazar su pequeño cuerpo en un instante. Estaba claro que aquella joven se sabía encantadora, y ejercía de ello cuando era necesario. Sin poder reprimir mi voluntad abandoné el asiento y la seguí hacia la puerta que daba con la recepción del Hotel Colón, y de ahí a la calle de nuevo. Gertrudis me explicó que Vía Laietana era un buen lugar para encontrar un taxi libre, ya que allí arrojaban a miles de turistas cada día. Resignado a no saber el lugar al que íbamos, me acomodé junto a mi acompañante en la parte de atrás de un Audi que paró con decisión y autoridad.
-Aragón con Aribau, por favor, y no suba por las Ramblas, vaya por el Paralelo que está más animado a estas horas- Al menos ya conocía la zona hacia la que nos dirigíamos. El taxista apagó la radiofórmula que escuchaba a todo volumen y metió la primera sin atreverse a discutir el recorrido con la voz decidida que lo había ordenado.
Igual que minutos antes en el Hotel Colón, recordé los paseos con mi padre por la Barcelona de una década atrás al pasar por el edificio de Capitanía. Si los otros turistas visitaban la Catedral, Las Ramblas o la Plaza de Sant Jaume, a mí me llevaba a recorridos realmente alternativos. Tenía uno recurrente que consistía en visitar todos los edificios en los que se luchó en los primeros días del golpe del treinta y seis. El recorrido terminaba con el Hotel Colón, refugio de los últimos sublevados que resistieron hasta la rendición de Goded; y en Capitanía donde se terminó definitivamente el asunto. Mi padre simulaba, sin vergüenza ante la mirada de la concurrencia, las posiciones de los milicianos recién armados. Fingía apuntar con un fusil imaginario hacia las plantas de arriba del hotel. Y se refugiaba detrás de una esquina a cada disparo. Recuerdo verle tumbado en el suelo ante Capitanía, llamando la atención de un guardia urbano, que tras dudar decidió dejarle hacer. La primera vez que me llevó a su ruta incluso participé en los tiroteos, pero con el tiempo mi pudor me hacía pasar un mal rato cada vez que veía a mi padre de guerrillero urbano. Al enfilar hacia las atarazanas tras la rotonda de Colón apareció al fondo iluminada en lo alto de Montjuich la fortaleza militar. No sólo era otra de las visitas habituales en mi infancia, sino que en torno a ella tenía mi padre todo un ritual. Subíamos en autobús por la colina hasta llegar al cementerio, donde bajábamos para adquirir en alguno de los quioscos de flores de un ramo de rosas blancas. Después emprendíamos una larga subida, que mi padre aprovechaba para contarme alguno de los episodios más sangrientos de los años del pistolerismo. Al llegar a la entrada de la fortaleza y sin entrar nunca, la rodeábamos por el lateral hasta llegar a la parte de atrás del muro en el que las fuerzas de orden ejecutaban los fusilamientos ejemplarizantes de los anarquistas barceloneses. Con gran solemnidad depositaba el ramo y se quedaba de pie entre las zarzas un buen rato ante el muro recordando a sus héroes.
Apartando esa imagen entre épica y patética de mi padre enfilamos hacia el Paralelo. El universo se transformó. La ciudad aligeró sus mensajes y se alegró repleta de luces. En el corazón de la avenida se erige el monumento a la frivolidad que representa el Molino. Pude ver a varios grupos de visitantes que se fotografiaban ante sus aspas, y una larga cola esperaba a ser engullida por el monstruo de plumas y satén. Pero a esas alturas de calle, mi vista siempre se giraba hacia el otro lado. Donde con discreción reinaba la otra cara de la moneda, el Bagdad.Su entrada mal iluminada no era objetivo de los flashes como su hermana rica de en frente. Las familias de bien siempre esconden a la oveja negra y estaba claro que Barcelona se vanagloriaba tanto del Molino como se avergonzaba del Bagdad. Prometí no dejar la ciudad sin atravesar esas puertas del pecado. Avenida arriba el taxi giró a la derecha y paró en el primer semáforo. Gertru abandonó otro billete de diez y sin esperar cambio ni responder al agradecimiento del abotargado conductor saltó con agilidad a la acera de la calle Aragón. En la misma esquina un pequeño cartel metálico anunciaba con discreta tipografía la entrada al Gaig. No hacía falta lucirla en puerta pues me conocía de memoria el listado de las estrellas Michelín nacionales. No era algo que me quitase el sueño a la hora de elegir restaurante, pero nunca me importó conocer lo que se cocía en el estrellato culinario. Caminamos hacia la entrada y, cuando ya había perdido toda la esperanza de saber dónde y con quién teníamos una cita, Gertru se volvió hacia mí y me aclaró la situación.
-Carles es un buen amigo de mi padre, por eso creí que te gustaría venir a ver esto- esperaba una voz enloquecida, pero la explicación le salió clara y fluida-Heredó el local familiar de Horta, lo ascendió a los altares y lo mató para venirse al Eixample. Desde entonces sigue celebrando el encuentro de amigos mensual. Según él de nada sirve ser uno de los grandes si no puede agasajar a sus amigos de vez en cuando. Por eso venimos en peregrinación desde toda la ciudad los invitados al banquete.- El torbellino en mi cabeza que me alteraba los nervios desde que salimos del Colón se fue serenando.-Igor, yo no sé cómo agradecerte lo que vas a hacer por mi padre. A mí me cuesta una enfermedad-el tono estaba cambiando a confesión íntima y sus ojos resplandecían al hablar del cocinero-acercarme a Castelldefels.-
Dejó claro que le dolía incluso hablar de su padre, así que decidí no preguntarle qué era lo que creía que iba a hacer yo con él. Mi interés era sólo profesional y en ningún momento pensé en nada más. Decidí que no era el momento de aclararlo cuando Gertru me agarró con fuerza la mano y tiró de mí hacia dentro.
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