martes, 21 de febrero de 2012

Mercat de Sant Josep: La Boquería (Butifarras y bogavantes)


Mercat de Sant Josep: La Boquería




Pocos lugares del mundo son tan fotogénicos como el que hoy nos trae aquí. Además no es la mejor de sus cualidades, pues el olfato se dispara desde que doblamos la esquina de las Ramblas. Dulces frutas saludan al visitante con exuberancia, pero en la zona de las especias la sensación es casi lujuriosa. Si se tiene la oportunidad de acudir en otoño, las paradas repletas de setas y hongos impregnan la atmósfera a golpe de espora. La zona de carnes y embutidos destaca por la riqueza visual, pero es en la zona central de los pescados cuando todos los sentidos se disparan. Tienen la suerte de no sufrir todavía el atentado que han cometido otros mercados nacionales. El caso es que hoy es habitual separar las pescaderías del resto, aislándolas en un recinto separado. No dudo que las razones higiénicas lo hagan preferible, pero la unidad de espacio del Mercat de Sant Josep es un valor positivo, pues integra todos los productos del planeta bajo un mismo techo. Capítulo aparte merecen los pequeños bares de tapas y cafés que se diseminan por sus pasillos. Pero esos tienen tanta enjundia que los trataré otro día en un capítulo aparte.



 La dificultad a la hora de escribir esta parte del relato consiste en el hecho de tener que pasar a palabras apreciaciones sensoriales. Describir sabores, colores, texturas, aromas y sonidos es muy diferente a hacerlo con calles, edificios y personas. El vocabulario cambia y el uso de metáforas debe aumentar considerablemente, pudiendo caer en un plano metafísico no deseado en esta ocasión. Allá vamos con dos capítulos donde aspiro a describir dos espacios bien distintos: la Boquería  y su entorno, el barrio del Rabal.



IV


El mejor momento para pasear por la Boquería  es la mañana del viernes. Llevaba desde el lunes en la ciudad y había conseguido resistirme a asomarme a las Ramblas por miedo a caer en la tentación de cruzar el arco sagrado. Desde pequeño he practicado la costumbre de visitar todos los mercados de abastos de las ciudades que he visitado. Creo que es el mejor ejercicio para tomar la temperatura de una ciudad. Los productos que se exponen, la forma de presentarlos, el tratamiento entre los comerciantes y sus clientes, la vida que bulle en el entorno y los horarios de afluencia son, entre otros, factores que explican mejor la realidad de una sociedad, que toda la batería estadística, que la sociología demoscópica se empeña en recoger. Si decidí esperar al viernes fue porque quería vivir el momento de máxima plenitud del recinto. Clientes de a pie que pasean por las paradas en busca de ingredientes para el fin de semana, se mezclan en un remolino de cabezas y carritos, con los más insignes cocineros en busca de inspiración para nuevas creaciones. De ser ciertas las afirmaciones de muchos de ellos, entre el bullicio de los pasillos de la Boquería la inspiración surge de manera espontánea. Los pequeños bares instalados en su interior llenan sus mostradores de bandejas y cazuelitas de bocados vistosos y contundentes. Ese día se forman largas filas aguardando con paciencia su ocasión de conquistar un hueco. Es cierto que las mañanas de sábado el mercado está más concurrido, pero la diferencia cualitativa con los visitantes de los viernes es significativa. Miles de turistas fotografían los jugosos melones y comentan la frescura de los besugos, pero sin ninguna intención de adquirirlos. Los comerciantes, sabedores de la situación no se molestan en intentar atraer al cliente. El material de los puestos, así como las tapas y pintxos que abarrotan las barras suele ser el sobrante del día anterior. Los frigoríficos de las casas más previsoras y las cámaras de los buenos restaurantes ya están repletas a esas alturas. Un cierto aire museístico se despliega bajo su techumbre modernista alejando el recinto de la realidad de una ciudad.


Las visitas a Gabriel estaban dando mucho más de sí de lo que podía imaginar en un principio, pero aun así, decidí dar por concluida mi semana de viajes a Castelldefels para darme el placer que me había reservado para aquella mañana. La tarde y lo que viniese después se lo dedicaría a Gertru, y se avecinaba un fin de semana encerrado en mi habitación tecleando al ordenador las entrevistas, por eso necesitaba una tregua. No se me ocurría mejor lugar para tomar oxígeno. Contrarreste los efectos de la pastilla que necesité a mitad de la noche con dos fuertes expresos en una curiosa granja entre grupos de mujeres que se disponían a comenzar jornada. Me resistí a una pulga de jamón del país que llevaba mi nombre. Prefería esperar a calmar la ansiedad en la Boquería. Valdría la pena el esfuerzo.

Como en visitas anteriores a la ciudad, mi ritual con el mercado comienza con un paseo Ramblas abajo. Ignoré los odiosos mimos y añoré las larguísimas hileras de sillas de metal que, enfrentadas a ambos lado del Paseo, permitían, previo pago, descansar al caminante. Nunca las utilicé en mi infancia, pero la sensación de ser observado por una multitud, me hacía erguir la espalda y caminar con paso firme, buscando la aprobación del jurado. Hoy, la zona ha sido invadida por las terrazas de bares franquiciados, que despliegan su mobiliario de plástico y acogen, como pude observar, a una jauría de zampabollos que tragan larguísimos cafés en vasos de plástico. Ignoré a aquella turba llegándome hasta la entrada del mercado. Había acertado en la hora. El bullicio era ensordecedor para cualquiera que se acercase sin la reverencia necesaria al santuario. Los madrugadores ya salían con las bolsas repletas y los rostros sonrientes por haber acaparado las mejores piezas. La promesa del pecado de la gula se reflejaba en sus pasos largos y ansiosos. Cuando me asomé al pasillo central, aunque iba con la guardia alta, el impacto visual fue tremendo. Los colores de las frutas y verduras de los primeros puestos eran capaces de hipnotizar al más pintado. Me entretuve leyendo nombres de frutas de las que jamás había oído hablar. Unas espinosas y recias que prometían carnes jugosas, otras de una madurez amarillenta exhalaban olores propios de otras latitudes. La moda del momento consistía en dispensar mezclas imposibles de zumos de colores llamativos, que los turistas pagaban a precio de oro y sorbían con pajitas estriadas.

No pude evitar sonrojarme ante la visión de unas enormes bananas que exhibían su erección con orgullo. La reacción de Gertru ante mi fracasado intento había sido muy comedida y su reacción comprensiva, pero aunque uno tenga el sentido de la competitividad aletargado, el envite era directo. De un verde intenso, se erigían como mástiles desde su caja. Ignoraban al resto de los visitantes para encararse a mí desde el reproche y la humillación. Huí de ahí como un desertor, temeroso de que todos los presentes escuchasen los gritos que me proferían las fibrosas y poderosas frutas.

Retrasando el momento de mi cita con la plaza central, anduve recorriendo los pasillos laterales dando la vuelta completa al recinto. Me paraba a cada momento con la intención de escuchar las comandas y los cánticos anunciadores de los vendedores. Aquella gente sabía lo que se hacía. Los comerciantes lo tienen bien aprendido, pero sólo los clientes más avezados conocen la fórmula que distingue a un simple cliente de un gran cliente. Si quieres que te sirvan el mejor género, y evitar los restos que se esconden detrás de los mejores productos, se debe empezar por lo más caro y seguir por orden decreciente hasta el final. No se trata de ruindad, sino de una declaración de intenciones. Amigo, hoy voy a llegar hasta aquí. Sólo el más imbécil dejará el auténtico solomillo de buey para el final.

Los embutidos de la Plana y el Ampurdán, las confituras artesanales semanalmente traídas del agro con cuentagotas y sobre todo, la casquería expuesta con pulcritud en las abarrotadas paradas de menúceles, me entretuvieron durante más de dos horas. No pude resistirme a unas morcillas de cebolla y dos medallones de un foie micuit que me incitaron con su terso y brillante empaque. Completé el avituallamiento para el fin de semana conventual con un par de butifarras, pues no pude elegir entre la blanca y la negra, que se adivinaban caseras. De nuevo en la entrada aproveché la ocasión y pude acomodarme frente al abigarrado mostrador del bar de la entrada. Como si fuese una revelación, un camarero de bigote espeso y dudosa limpieza depositaba una tartera de barro con una montaña de caracoles a la gaditana delante de mis narices. Sin duda habían sido generosos en el picante, por lo que necesité tres cañas para terminar la ración. No di por concluido el almuerzo hasta que unté las tres míseras rodajas de pan que lo acompañaban. Con trozos de piñones todavía jugueteando entre mis dientes me dirigí por el pasillo central hacia la zona de pescados, mi preferida.


Rodeando la plazoleta se disponen las grandes pescaderías, que se miran unas a otras en actitud retadora. Traté de memorizar la denominación catalana de los pescados más conocidos, pero pronto abandoné por lo ingente de la tarea. Lo más llamativo no era el género en sí, sino algo que sólo se aprecia en este tipo de establecimientos, donde las piezas se venden con gran rapidez, el movimiento. Allí la frescura no se distingue como en otros lugares por el color, el brillo de los ojos o la humedad de las aletas. En aquellos puestos el pescado se mueve, vivo, en una coreografía sólo comprensible para el reino animal. Tenazas de bogavantes, colas de cigalas, moluscos que se abren y cierran con profundos resoplidos. Me quedé perplejo ante una caja de camarones que se estiraban una y otra vez produciendo un cliqueo que se transformaba en música al acercarse. Disfruté, antes de salir de nuevo al mundo real, de una sesión de ballet inesperada en el mejor de los escenarios. Ahora sé porque Barcelona levantó su Liceo junto al mercado.


V


Decidí buscar una de las salidas laterales para terminar la mañana recorriendo sin rumbo las estrechas calles del Rabal. Otra de mis actividades inexcusables cuando viajaba a una ciudad era el callejeo. No tardaba en introducirme en el papel del mirón. Con las manos cruzadas a la espalda, el cuello erguido y pasos lánguidos he disfrutado de largos paseos en ciudades desconocidas. Se trata de buscar el momento en el que la ciudad se muestra desprevenida y desvela los secretos que oculta al turista ortodoxo. Comprobé decepcionado que el barrio peligroso, inmundo y lleno de sabores que recordaba se había transformado. Flotaba en el ambiente la intención de conservar lo que de pintoresco y castizo poblaba sus rincones, pero el resultado quedaba muy artificial y algo snob. El Rabal había sufrido en la última década el mismo proceso que otros muchos barrios degradados del centro de grandes urbes. Lo había visto en tantos lugares. En primer lugar saneamiento de calles y edificios que posibilitaba la repoblación a base de juventud y asociacionismo. Pronto llegaban en aluvión oleadas de artistas y diseñadores que reclamaban desde una fingida marginalidad su espacio urbano propio. Lo cierto es que como idea no parece mala, pero el final era inevitable. Lo que en un momento fue alternativo y moderno se torna atractivo para un sistema que no dejará escapar la oportunidad. Franquicias y grandes cadenas comerciales comienzan un aterrizaje en estas zonas e inundan de luces y eslóganes los letreros. La original taberna que sustituyó a la tasca se ve amenazada por la hamburguesería. Toda la población que acudió a la llamada del barrio desaparecerá en unos años a nuevos hitos urbanos que tarde o temprano terminarán sucumbiendo. Por suerte, el Rabal en el que me adentraba estaba todavía en la primera de las fases. Las viejas güisquerías y locales de alterne, donde los marineros que llegaban al puerto gastaron tantas pagas, sobrevivían a duras penas entre nuevos locales temáticos y cervecerías carísimas repletas de gafas de pasta  y cupcakes.

Llegué hasta el mismo Paralelo para comprobar que no habían dejado ningún rincón original. Aunque miles de sábanas seguían colgadas de los balcones y varios grupos de niños ignoraban sentados en las aceras que aquel era día de escuela, la sensación de artificialidad me acompañó en el paseo. Volví sobre mis pasos para volver a cruzar el mercado con la excusa de regresar a las Ramblas, pero al llegar a la entrada de atrás para enfilar de nuevo el pasillo principal observé algo que llamó mi atención. En un lateral de la plazoleta aledaña a la Boquería se arremolinaba un grupo de personas ante una puerta de cristal en la que se podía leer:

Sala de Usos Múltiples

Mercat de Sant Josep

Al aproximarme al grupo pude ver un cartel pegado junto a la entrada con el programa de actividades propuesto para el día:

Viernes 10 de octubre

III Ciclo de Conferencias: Sentidos gastronómicos

“La vista: el plato como objeto artístico”

Profesor Ernesto Umbría

Universidad Autónoma de Barcelona


De por sí el tema era más que sugerente. Uno de los temas recurrentes a la hora de valorar si la gastronomía pertenece al mundo artístico es el de la apreciación sensorial. Generalmente los defensores del gastroarte lo hacen basándose en que se trata de la manifestación humana en la que intervienen de hecho todos los sentidos. Sus rivales se suelen centrar en la idea de que al tratarse de una necesidad fisiológica no deja lugar a la creatividad individual, pues sólo lo superfluo puede elevar el espíritu del hombre. El debate solía ser aburrido y manido. No se salía casi nunca de los lugares comunes que no ayudaban a avanzar la cuestión. Las posiciones eras viscerales y ninguno de los bandos estaba dispuesto a hacer concesiones. Por mi parte tenía una difícil tarea que presumía fracasada desde su inicio, pues el tema no daba para mucho más, y tenía nada menos que una tesis doctoral por delante dedicada a un tema tan poco fructífero.

Lo que me decidió a entrar a la conferencia no era tanto el tema como su protagonista, Ernesto Umbría. Miembro de una familia de solera catalana, es bien sabido por los ecos de sociedad que renunció a continuar la saga algodonera que había dado lustre a su apellido para dedicarse a cuestiones peregrinas. Dilapidó un dineral en mecenazgos diversos. Un abanico que lleva de la Nova Canço catalana hasta los múltiples replicantes del simbolismo de Miró se vio beneficiado del capital familiar. Bien sea por que sus ahijados se emanciparon gracias a nuevas productoras y a generosos patrocinios bancarios que subvencionaron sus obras a cambio de iconos corporativos, o bien porque la familia le retiró el acceso a las cuentas que dilapidaba una tras otra; el personaje se centró en la vida académica universitaria y en practicar una vida ascética alejada de la vida social de la ciudad. A esas alturas casi nadie recordaba los tiempos en los que no había celebración, reunión o sarao en Barcelona en el que Ernesto no fuese protagonista. Dominaba una cuadrilla de artistas sin cotización, periodistas incipientes, políticos de los que llenan las listas electorales por la parte de abajo de las papeletas de partidos progresistas y catalanistas, pseudomúsicos con óperas definitivas en perpetuos estados inacabados, prostitutas risueñas con vocaciones matrimoniales, estudiantes maduros en busca de la tesis que revolucionaría el panorama académico, revolucionarios de barra de bar calculando la fuerza de la próxima carga zarista cerveza en mano. Su autoridad emanaba de su cartera y su presencia en corrillos, agrupaciones y contubernios cayó en picado conforme el alpiste dejó de manar a espuertas. Coincidió su muerte social con el cambio al euro lo que muchos identificaron como resultado de una reconversión necesaria. Llegaba la modernidad y había que esconder los trapos sucios.

Un amplio hall se abría en los bajos del palacete sostenido por unas estrechas columnas metálicas decorativas pintadas de un modernista verde eléctrico. Una puerta vidriada de doble hoja invitaba a los asistentes a la sala de conferencias, moderna y funcional. Decidí la discreción de las últimas filas para evitar que el conferenciante pudiese reconocerme. Me había encontrado con el personaje un par de veces en seminarios sobre bodegones y naturalezas muertas en Madrid y en unas cuantas ocasiones más en nuestra tienda de antigüedades. Era un cliente poco ortodoxo pues oscilaba entre una exigencia puntillosa a la hora de valorar las obras y una generosidad nada crítica en el momento de la tasación y forma de pago. Quería calidad y estaba dispuesto a pagarla aunque fuese a costa de su atuendo desfasado y un discutible sentido del aseo personal. Quien no hubiese visto el grosor del fajo de billetes que escondía en el bolsillo de la americana podía pensar que se trataba de un homeless de cajero y colchoneta. La otra razón para pasar desapercibido respondía a cuestiones burocráticas, pues el mío era el único cuello del que no colgaba la tarjeta plastificada que acreditaba la participación.

El gerente de la Asociación de Comerciantes de la Boquería presentó al conferenciante como Catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma y situó el tema del día cómo uno de los más sugerentes dentro del debate nacional. El tipo, con más pinta de ejecutivo que de cooperativista gremial, no le puso mucho énfasis al asunto. Nadie creía en la trascendencia de un tema que se agotaba en el título. Con tantas concepciones de arte como estudioso del tema, el encasillamiento de la gastronomía dentro o fuera no era nada más que una cuestión léxica. Así tenía pensado enfocar el tema de mi escuálida tesis. Si se entendía el arte en sus términos más amplios debía incluir los aspectos culinarios. En cambio una visión más elitista del término excluía ese tipo de vulgaridades. Además daba igual. Mucho más en un país que se debatía entre la entelequia de la dieta mediterránea y el imperio del chorizo y las legumbres cargadas de tocino.

La figura de Ernesto se empequeñecía sobre el estrado, pero su voz poderosa y cadenciosa pronto consiguió atraer la atención del respetable. Dominaba la oratoria y tenía recursos para llevar cualquier toro al centro de la plaza. Un par de frases explosivas crearon el clima de silencio y atención que necesitaba para dictar su clase magistral. En el primer minuto de monólogo se sucedieron un “la comida estimula más los sentidos que el sexo” y un llamativo y certero “el griego es un concepto que debería de extenderse más allá de las páginas de contactos”. Introdujo la curiosidad con sus bombazos y regresó al tema anunciado para exponer su teoría. Lo cierto es que más que interesante en sí, su discurso me resultó curioso por poco habitual. El profesor defendía la idea de excluir la gastronomía del mundo artístico sin basarse en otro argumento que el del perjuicio que esto le acarrearía. Demostró la cantidad de limitaciones con las que la catalogación artística había castrado medios como el cine y la fotografía. Lenguajes y manifestaciones con vocación de libertad se habían visto limitados sus recursos hasta hacerse pequeñas y socialmente irrelevantes. Si se quería conservar el dinamismo y la valoración actual del mundo de los fogones se debían dejar en manos del espíritu anárquico y desbocado del cocinero. Por otra parte aquel viejo con aspecto huraño defendió fuera de programa otra de sus curiosas teorías que, esta vez sí, provocó la aclamación popular en forma de aplausos. Versaba ésta sobre la gran ventaja que todavía conservaba el ámbito culinario sobre cualquier otra manifestación humana, la falta de profesionalización. Desde que los escribas del mundo antiguo se establecieron como casta social privilegiada por el hecho de dominar el lenguaje impreso en tablillas de barro. Conservaron sus secretos con pretensión corporativista. Del mismo modo harán siglos después hornadas de selectos pintores, arquitectos y escultores, que renegando del mundo artesanal se independizaron a base de seguir tendencias y firmar sus obras. La calidad de sus representaciones no mejoró en mucho el resultado, pero su status social se disparó. Y todo por el módico precio de sacrificar la libertad creativa. No fueron conscientes del peso del diezmohasta que el pago ya fue irreversible. La obra de arte salía del mundo real y sería confinada en salas de museo espaciosas, cómodas y bien iluminadas, pero irrelevantes como expresión del ser humano. La idea de Ernesto era buena. Escocería si su opinión fuese relevante en el ámbito académico, pero estaba claro que su figura no era tenida en cuenta más que para bolos de nivel bajo como el de aquel día. Un lenguaje que podía dominar al mismo nivel una abuelita de Ourense que un chef parisino era demoledor. La fuerza de la gastronomía se fundamentaba según el conferenciante en su falta de normativa y su carácter amateur y, dicho sea de paso, esa eran los mismos argumentos que explicaban el éxito internacional de la cocina española de los últimos tiempos. El carácter anárquico y poco ambicioso se conjugaban a la perfección con el espíritu de un pueblo que abominaba el orden y la constancia. Era una visión triste de nuestra civilización, pero fue defendida con la pasión que insufla la conciencia de la derrota.

Llegaron los tediosos ruegos y preguntas donde por fin averigüe que los asistentes pertenecían a uno de los condumios de SlowFood que tanto habían proliferado por los rincones nacionales. En concreto eran todos extremeños de visita a la ciudad y algún iluminado había incluido la conferencia dentro de la agenda del viaje gastronómico. En general se trataba de gente de cierto nivel económico y cultural con tiempo libre para aficiones gastronómicas y agroecológicas, pero siempre me parecieron paternalistas con el resto de los mortales que se dedican a cosechar y consumir tomates más bien normalillos. Esa fue la postura que demostraron en la charla con Ernesto al que supusieron fuera de época por ignorar cualquier postura moralista en su discurso. Aquellos extremeños venían armados y no estaban dispuestos a dulcificar su discurso integrista que les llevaba a salvar el mundo y alcanzar la felicidad humana con cada bocado. Tras unos tanteos dialécticos lograron llevar el tema de la conferencia a la base de toda cocina, el producto. El viejo se parapetó bajo el argumento del falso desconocimiento, pero a tenor de lo que vendría después no fue suficiente.

-Si no he entendido mal- la voz de la joven se alzó educadamente en el auditorio- usted reivindica la labor del trabajo artesanal frente al artístico, profesor Hidalgo. Y si es así, dónde queda la laboriosidad del agricultor o ganadero en el proceso de creación-

-Señorita, tres aclaraciones- la meticulosidad de Ernesto se disparó del mismo modo que le recordaba años atrás en la trastienda frente a mi padre y a un viejo lienzo demacrado- En primer lugar pone en mi boca una afirmación que me cuidaré mucho en hacer. Nunca he defendido el valor creativo de la cocina. Más bien sería un trabajo de reconstrucción de algo de lo que ya no quedan planos ni referencias. Comparto el concepto creativo platónico sin ambages. Todo está ahí, antes incluso de imaginarlo, sólo debemos recordarlo. La tábula rasa únicamente satisface a los egocéntricos. Por otro lado afirma usted que la materia prima, en este caso los ingredientes, es pieza esencial a la hora de valorar un plato, y yo, con respeto, le digo que no. El apoyo al consumo de cercanía que se desprende de su discurso y que defiende su agrupación- una sonrisa maliciosa pareció crispar al público en forma de rumor- no se sostiene sin la condición necesaria de que la tierra sea generosa en ese lugar. La labor del agricultor es necesaria pero irrelevante, la del consumidor lo es mucho más. Por último quiero destacar la confusión que en occidente tenemos entre los conceptos de artista y artesano, pues los consideramos como términos excluyentes, cuando pueden y deben solaparse en el buen cocinero. La imaginación y la trascendencia no sólo no deben estar reñidas con la laboriosidad y la habilidad sino que deberían complementarse. La confusión es vieja y viene del error cartesiano de que algo no puede ser y no ser a la vez. En eso los orientales nos sacan la ventaja suficiente como para borrarnos del mapa comercial de los alimentos. Al tiempo.-

 Acostumbrado a su séquito universitario de alumnos incondicionales en pos de una beca, el profesor no tardó en sentirse incómodo ante el evidente rechazo extremeño. Así que agradeció la atención prestada y se dispuso a huir para no continuar ante el incipiente pelotón de fusilamiento que se estaba preparando. Se puso en pie y con sus notas en la mano se dirigió hacia la puerta lateral como el toro busca la salida del ruedo. Ignoró algún reproche tímido, incluso una bola de papel fabricada con el programa del día, que por fortuna no le acertó en la coronilla y pudo mantener la escasa dignidad que sus pantalones demasiado cortos le permitían.

 A la salida pude reconocer el ambiente cortijero que antes no había sabido identificar. Esperaba al profesor a una distancia prudencial con el objetivo de atacarle con las defensas bajas. Sentí que debía hacerlo en beneficio de mi trabajo. Una intuición se apoderó de mí al oír su discurso. Aquella vieja sombra del pasado sabía mucho más de lo que mostraba y nada perdía por escudriñar esa vía. No pude resistirme a comprar unas ramitas de regaliz de palo a una gitana que las exhibía con desgana bajo el soportal. Entretenido con las sabrosas raíces y apoyado en una columna con el sol del mediodía lamiéndome goloso esperé a Ernesto Umbría, sin saber bien para qué.


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