viernes, 9 de septiembre de 2011

El Sacromonte, Pepe Habichuela y el esturión de Rio Frío

El Sacromonte, Pepe Habichuela y el esturión de Rio Frío

Barrio de El Albaicín con El Sacromonte al fondo
Vista desde La Alhambra

Integrar en unas líneas tres lujazos como estos no es tarea fácil por la enjundia que encierra en sí mismo cada uno de ellos, pero lo vamos a intentar. En primer lugar quiero advertir que, como es habitual, las impresiones que plasmo son completamente subjetivas, puesto que responden a una vivencia personal. Sin duda fue una de las noches mágicas que permanecen para siempre en la memoria de quien las vive. Para tratar de transmitir las sensaciones vividas lo mejor será comenzar con el entorno.
Granada se extiende a los pies de su Alhambra

Vista de la Alhambra al anochecer desde el corazón del Sacromonte


El barrio del Sacromonte se vende desde las oficinas de Turismo de la ciudad de Granada como una de las visitas obligadas para todo visitante. Pero por lo que pude comprobar, lo habitual es el desembarco de cientos de turistas, desde impecables autobuses, en las puertas de unas cutres cuevas-espectáculo, donde en hora y media te ofrecen unas miserables tapas y una miniactuación de rutinario flamenco bajo miles de fotografías de los personajes que, por lo visto, alguna vez se acercaron a ellas. Mi impresión es otra, pues acudí a la cita con mi mitificado barrio a pie. Tras cruzarme todo el embrujo del soberbio Albaicín, con sólo cruzar una calle, el paisaje cambio por completo. Pasé en una centena de metros de la blancura encalada a los escorchones, de los sombríos y frondosos cármenes a las parcelas humildes inundadas de geranios. Barrio caótico donde cualquier vivienda se dispersa en alturas por el monte sagrado, penetra en las entradas de la tierra para empaparse del olor mineral que inunda todo. Tras recorrerlo casi entero, se asciende por unas escaleras casi verticales hacia el Centro de Interpretación del Sacromonte, donde acudí nervioso a mi cita con Pepe Habichuela. El embrujo estaba garantizado con sólo cruzar las puertas de entrada al recinto. Al olor a hierbas aromáticas potentísimas que se cultivan allí a modo de jardín, se añadían las esencias de los cientos de olivos y almendros centenarios dispersos por todas las colinas que rodean al visitante. Paisaje mediterráneo que nos despierta nuestro espíritu demasiado contaminado. Nos enlaza sin remedio con nuestro pasado. Cuando ya estamos integrados en la naturaleza salvaje del lugar, y la noche empieza a conquistar todos los rincones del monte, es indescriptible la sensación que produce volver la vista hacia la lejana ciudad para contemplar lo dejado atrás. La blancura del Albaicín desaparece para dar cabida a cientos de pequeñas lámparas de farolas que iluminan la colina como fuegos fatuos que añoran a quienes vivieron allí durante siglos. Al otro lado, imponente la Alhambra se ilumina para mostrar su verdadera forma. No la que pude apreciar en la enlatada y carísima visita turística, sino la que presenta desde la lejanía solitaria. Encaramada al barranco de Barro, abre sus balcones del tiempo, para dejar caer sobre todo el valle un grito de socorro. No quiere ser maravilla de la humanidad, tan sólo un edificio más de la ciudad. Quiere dejar de ser museo y acoger de nuevo a inquilinos. Dar cabida a toda una ciudad. Abrir sus puertas y suprimir las verjas y taquillas para ofrecer sus tesoros a quien desee conquistarlos. El grito de pánico de la Alhambra se prolonga desde la lejanía, pero nuevos sonidos me hacen recordar que estoy en el Sacromonte. Sordos  acordes de guitarras tristes parecen surgir de todos los rincones. No veo a nadie tocando pero varios instrumentos parece que entablan una conversación, siempre inacabada, donde cada cual muestra la tristeza de la soledad a su manera. Apenas son audibles, pero su soniquete va calando en el corazón que cada vez se encoge más. Para evitar caer en melancolías decido acercarme al bar del recinto a refrescar el gaznate con una buena Alhambra fresquísima. Viene, como no puede ser de otro modo en Granada, acompañada de una generosa tapa. Esta vez se trataba de un bocadillito de jamón de la cercana Alpujarra. No pude evitar un recuerdo hacia mi Teruel, pues siempre me ha parecido que el jamón de Trevélez y el turolense son hermanos en la lejanía, que una vez separaron sus caminos, pero no pueden esconder su origen común. Llegaba la hora y la tensión iba creciendo.
Sólo el polvo de los almendros se atrevía a moverse


Llega el momento cumbre de la noche. Con el alma predispuesta para disfrutar, y una butaca de primera fila (esto ayuda mucho), el maestro de ceremonias presenta al músico. El polvo de los almendros que invaden el escenario se desliza por las líneas rectas de luz de los focos. El rostro sonriente de Enrique Morente estampado sobre el telón de fondo, protege en su aparición al tímido y curtido guitarrista. Tras un saludo con la mirada perdida hacia las sombras del monte, el artista comienza su actuación. Uno no sabe mucho de casi nada, pero en especial en lo que concierne al mundo del flamenco, soy lo que se podría decir analfabeto funcional. Lo amo con tanta pasión como desconocimiento técnico. Así que evito al lector una crítica musical sin fundamento del recital de aquella noche. Se trataba de un concierto en homenaje a la memoria de Morente, y quien mejor que uno de sus compañeros (hermanos se llamaban) inseparables para hacerlo. El maestro se sentó encogido sobre su silla de madera, miró hacia el retrato de la voz a la que tantas veces acompañó. Levantó la cabeza hacia el cielo, buscando el permiso para atacar las cuerdas. Encorvó el cuerpo sobre la guitarra y rasgo los primeros punteos de la noche. Reitero mi desconocimiento del género, pero las impresiones que saqué del personaje no me las cambiará ningún tratadista de la ortodoxia. Mientras que otras muchas guitarras flamencas que había podido disfrutar hasta el momento expandían la música hacia fuera, tratando de magnetizar al espectador, la de Pepe lo hacía en sentido inverso. El artista tocaba hacia dentro. Su alma era el objetivo de cada acorde. Evitando desmesuradamente las florituras para la galería, el Habichuela se rebelaba contra los usos y costumbres de todos los locales flamencos que nos rodeaban en ese momento. Haciendo gala de un intimismo brutal, nos demostró a los presentes que el dominio de la técnica sólo es algo importante en el mundo del arte. Lo verdaderamente imprescindible es el mensaje que se quiere transmitir y la honestidad con la que se vuelca. Si los ojos son el espejo del alma, esa noche el guitarrista se dejó ver con precisión. Gritaba con rotundidad de dolor por un hueco hondo en su alma. Aunque estaba arropado por músicos jóvenes que le veneraban, incluso por su laureado hijo, José Miguel  Carmona, integrante de Ketama, el Habichuela insistía en su sentimiento de soledad. Le faltaba su voz, su amigo, su hermano y nos lo hacía saber desde la amargura. Con un sonido completamente personal, creo que sólo he disfrutado tanto de la guitarra flamenca con el otro maestro, Paco de Lucia. Ambos superan la técnica musical para proponer otra cosa. Algo superior escondido en el mensaje. Y no es por acercar el ascua a mi terreno, pero el espíritu mediterráneo que exhalan sus instrumentos es de una rotundidad total. Exceso, libertad, vocación expresiva, intimidad inquebrantable, características propias de nuestro mundo.
Salmorejo tonificante

Jamón de bellota con almendras sobre tostada de pan con tomate

Por último y para acabar la noche, necesitaba cultivar el paladar, pues de espíritu estaba servido para una buena temporadita, así que de vuelta a la ciudad, me encaramé hacia el bocado que necesitaba para redondear la noche mágica. Quería algo propio de la tierra. Nada inclido en las guías de viajeros. No necesitaba las generosas tapas, ni buscaba platos típicos andaluces elaborados para turistas. Así que no lo pensé más. Sin pausa me dirigí con mi compañía hacia una vinatería, que de por sí ya es algo extraño en una ciudad eminentemente cervecera. Pedimos el blanco seco más honroso que he catado al sur de Madrid (Calvente, guindalera 2010) y confirmé en la carta que servían el objeto de mi búsqueda. Al sur de la provincia se produce el caviar ecológico más digno que me he echado al cuerpo. En las aguas de Río Frío se crían como si fuesen miembros de la realeza unos esturiones como soles para extraerles la esencia en forma de huevas. Pero no eran aquéllas las que yo buscaba, pues había oído hablar de la exquisitez y originalidad de la propia carne del pescado. Por ello, pñedimos un  plato de Esturión de Río Frío en aceite de oliva. Vaya sorpresas nos seguía ofreciendo la noche. Entre una guarnición de concurso se erigía un digno corte de lomo de esturión. La temperatura de servicio era la óptima, templado. El sabor penetrante y delicado. Carne grasa que se deshacía en el paladar. Incomparable con cualquier otra criatura surgida de las aguas. Textura fibrosa que por aspecto se adivina potente, se desintegra cual mantequilla en la boca. Pide vino como el pescador que llega a la taberna. Toda botella se queda pequeña. Tal es el placer en cada bocado que es irresistible la necesidad de limpiar el paladar tras cada bocado para que la sensación se repita una vez tras otra. Egoísmo y búsqueda del placer mediterráneo, sin duda. Incapaces de bastardar y traicionar aquel sabor recién descubierto fuimos incapaces de comer nada más. Así que con el alma embrujada, los oídos endulzados, el paladar instruido y la mente borracha de elixires viñateros dimos por terminada una noche de recuerdo.
El esturión remató la noche

Un recuerdo para toda una vida


No hay comentarios: